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de Ochoa (Antimio) y algún otro más o menos ameritado, pero nunca tanto como éstos. No entraré ciertamente á discutir la importancia de esa asociación; mas no creo que ninguna de sus sucesoras haya motivo para tenerle envidia. La falta de inspiración y estro poético corría competencias con las más vulgares faltas prosódicas y con la vaciedad de los asuntos puestos en verso, casi siempre de arte

menor.

Tan usuales eran esos defectos y de tan inconsciente modo se cometían, que un antiguo biógrafo de Ochoa, dice: "Algunos años después de la Independencia apareció en México la prosodia castellana de D. José Sicilia, cuyos ejemplares causaron una revolución tal en nuestra poesía, que los que entre nosotros habían pulsado la lira, avergonzados de haber incurrido por tanto tiempo en defectos tan leves, se apresuraron á beber aquellas lecciones, á corregir faltas de tan poca monta en sus composiciones pasadas, á precaverse de volver á incurrir en ellas, y á tributar elogios al que había derramado una luz tan viva sobre un punto que tanto hace ganar á la versificación en suavidad y dulzura, de cuyos elogios aun nos queda una hermosa oda del Sr. D. Francisco Ortega. Ochoa corrigió según ellas sus composiciones para su edición de dos tomos impresa en Nueva York en 1828."

Ya independiente México, empiezan á producirse ó revelarse verdaderos poetas, y D. Francisco Manuel Sánchez de Tagle, D. Francisco Ortega y D. Andrés Quintana Roo, al par del ilustre cubano D. José María Heredia, honran con excelentes poesías las páginas de El Observador, El Amigo del Pueblo, La Minerva, El Recreo de las Familias, y varios periódicos políticos como El Sol, El Aguila, El Correo de la Federación y otros, entre una multitud de versistas, infames en los asuntos, detestables en la forma.

Viene después 1836 con la fundación de la meritísima Academia de Letrán, y síguele El Mosaico Mexicano, publicación editada por D. Ignacio Cumplido, que abraza con algunas interrupciones, los años de 1837 á 1842. Reducido en un principio ese semanario de variedades á la inserción de artículos extranjeros que á su traductor parecían curiosos ó interesantes, fué poco á poco mejorándose ó mexicanizándose, y con gusto del lector y con gloria de las letras, abundan allí las firmas de José Joaquín Pesado, Ignacio Rodríguez Galván, Juan N. Lacunza, Wenceslao Alpuche, Manuel Tossiat Ferrer, R. Olarte, Antonio Larrañaga, José Gómez de la Cortina, Guillermo Prieto, José Bernardo Couto, José María Lacunza, José María Lafragua, Manuel Carpio, José Joaquín de Mora, José María Tornel, Vi- · cente Calero Quintana, V. Roa, Luis G. Cuevas, Fernando Calderón, Casimiro del Collado, Rafael Enrique Laso, José María Gironi, P. Almazán, Manuel Payno, M. Alcalde, Félix María Escalante y Juan

!

Díaz Covarrubias. Varios de ellos figuran en los tomitos de El Año
Nuevo, de 1837 á 1839.

Sucede al Mosaico, y también editado por Cumplido, El Museo Mexicano, de 1843 á 1844: á muchas de las firmas que acabo de copiar unen las suyas en el nuevo semanario de literatura, Ramón I. Alcaraz, Juan N. Navarro, Agustín A. Franco, Alejandro Rivero, Mariano y José María Esteva, Fernando Orozco, Alejandro Arango, Manuel Díaz Mirón, M. Inda, José de Jesús Díaz, José Sebastián Segura, José María Roa Bárcena, Román Alatorre, Vicente Segura y Carlos Hipólito Serán.

Por la misma época de 1841 y 1842, El Semanario de las Señoritas editado por García Torres, El Liceo Mexicano por Lara, y el Repertorio de Literatura por Miguel González, á su turno unen muchas de las citadas firmas con las de F. Gavito, Nicolás García de San Vicente, José Mariano del Castillo, Andrés Nieto, Rafael Cansola, Joaquín Pérez Comoto y Manuel M. Zamacona.

Así vinieron sucediéndose las primeras generaciones literarias dignas de ese título, dicho sea con todo el respeto que acordarse quiera á las puramente coloniales, en las que, por más que nos esforcemos, salvo los Vela y los Soria y los eminentes Sor Juana y Alarcón, sólo tropezamos con ridículo culteranismo ó prosaica llaneza. De la época relativamente más feliz del Diario de México, apenas pueden entresacarse Navarrete y Ochoa, pues aunque en ella comenzó á brillar Sánchez de Tagle, más bien debe clasificársele en la primera generación independiente.

La Falange del Estudio y el Liceo Hidalgo, en 1850 y 1851, tienen por órgano La Ilustración Mexicana, también de Cumplido, regenteada por el insigne Francisco Zarco. En ese semanario firman Joaquín Téllez, Emilio Rey, Luis Gonzaga Ortiz, Manuel Zamacona, Félix María Escalante, Francisco G. Bocanegra, Marcos Arróniz, Guillermo Prieto, Fernando Orozco, José T. de Cuéllar, Pablo J. Villaseñor, Epitacio J. de los Ríos, José María Vigil, Vicente Calero Quintana, Francisco Granados Maldonado, Andrés Davis Bradburn, Manuel Orozco y Berra, Juan Mateos, Ignacio Algara, Francisco Orellana, Anselmo de la Portilla, Sebastián Segura, Dolores Guerrero, Manuel Peredo, Joaquín M. del Castillo y Lanzas, José M. Rodríguez y Cos, Pantaleón Tovar, José González de la Torre y Aurelio Luis Gallardo. En este extenso catálogo, que aun podríamos alargar con nombres como el de Juan Valle, figuran muchos de los de antiguo ilustres y muchos que lo eran ya ó lo fueron poco después.

Estos brevísimos apuntes se refieren, como ya se habrá comprendido, principal y casi únicamente á los poetas más o menos señalados, y no debe por lo mismo extrañarse que en ellos falten los nombres de Fernández Lizardi ó El Pensador, con su Periquillo y sus fá

bulas; Florencio del Castillo con sus sentidísimas leyendas, y algunos otros como ellos, buenos y distinguidos. Faltan también los de eminentes periodistas, pero no debo explorar aquí el no estudiado camde la prensa, con su mal cultivado oasis colonial de la Gaceta y los vehementes papeles del año 1812 y de los primeros del gobierno autó

po

nomo.

Básteme decir que quien haya alguna vez recorrido la prensa de días post-trigarantes, envenenada con las escandalosas pasiones políticas de sus respectivas épocas, y registrado los libelos de 1826 y 1828, y las páginas de Ibar, Dávila y Bustamante, habrá visto que más que para enorgullecerse sobran causas para avergonzarse, y se habrá felicitado, con un experto escritor, de que los periódicos de 1840 en adelante, si bien más fríos y especuladores hayan sido también mucho más instructivos y decentes. No se busquen, pues, aquí, ni los nombres ni los méritos de los La Llave, Santa María, Herrera, Couto, Olaguíbel y otros, y los de sabios y literatos, cuales Francisco Pimentel, José Fernando Ramírez, García Icazbalceta, Joaquín Arróniz y tantos que con respeto y admiración pudieran citarse.

De la mitad del siglo en adelante, la lucha civil en que se resolvieron problemas políticos de la mayor transcendencia, dividió radicalmente la gran familia literaria, distinguiéndose la fracción conservadora por el valor y mérito de sus semanarios; de ellos únicamente señalaré en 1851 El Espectador de México, sostenido por los más distinguidos redactores de El Universal, y El Observador Católico; y de 1855 á 1858 el no bastantemente apreciado que llevó el título de La Cruz, escrito de admirable modo por Pesado, Roa Bárcena, Segura, Carpio, Arango y Escandón, Couto y algunos más. Pocas veces se ha visto una causa cualquiera defendida por más ilustres campeones.

Cuando en 1867, la de la Libertad, sin duda más propicia á Dios, hubo triunfado de su enemiga, y cuando al fin de más ó menos meses, fuéronse perdiendo en amigable lejanía los últimos ecos de espantosa tempestad política, editado por Díaz de León y dirigido por Ignacio M. Altamirano y Gonzalo A. Esteva, apareció, para opacar á todos sus predecesores, El Renacimiento, periódico literario redactado por cuanto entonces era ilustre ú ofrecía garantías de serlo, ó mereció ser honrado con la bondad de tantas eminencias. Al frente de esa redacción aparecieron Ignacio Ramírez, Sebastián Segura, Guillermo Prieto, Manuel Peredo y Justo Sierra.

En la colaboración figuraron, Isabel Prieto, Gertrudis Tenorio de Zavala, Casimiro del Collado, Manuel Payno, Manuel M. Zamacona, Luis G. Ortiz, Vicente Riva Palacio, Ignacio M. Montes de Oca, Anselmo de la Portilla, Alfredo Chavero, José María Bandera, José Rosas, Luis Ponce, Aniceto Ortega, Pedro Santacilia, Ricardo Ituarte, Juan Clemente Zenea, Enrique de Olavarría, José María Ramírez,

Julián Montiel, Hilarión Frías y Soto, Francisco Villalobos, Emilio Rey, Joaquín M. Alcalde, Joaquín Téllez, José de Jesús Cuevas, Gustavo G. Gostkowski, Jesús Alfaro, J. Rodríguez y Cos, Luis G. Pastor, Rafael González Páez, Juan A. Mateos, Manuel López Meoqui, Esteban González Verástegui, Martín F. Jáuregui, Roberto A. Esteva, Pedro Landázuri, Feliciano Marín, Juan Pablo de los Ríos, Joaquín Arróniz, Niceto de Zamacóis, Eligio Ancona, Anastasio Zerecero, Joaquín Baranda, Guillermo A. Esteva, José Fernández, Crescencio Carrillo, Olegario Molina, Manuel de Olaguíbel, Antonio G. Pérez, José T. de Cuéllar, Santiago Sierra, Rafael de Zayas, Francisco Sosa, Eduardo Ruiz, José María Vigil, Manuel Sánchez Facio, Alfonso Lancaster Jones, Manuel Sánchez Mármol, León A. Torres, Gabino Ortiz y A. M. Rivera.

Pero sin pensarlo nos hemos adelantado á hablar de El Renacimiento, que no empezó á publicarse sino en 1869, cuando nuestro relato no pasa aún de 1867, año en que se formó la brillantísima agrupación de escritores que hizo célebres las veladas literarias, y sostuvo el semanario El Renacimiento. Digamos, pues, cuáles fueron el origen y principio de ellas, cediendo la palabra al bueno y querido Maestro D. Ignacio Manuel Altamirano, quien en su Revista de la Semana, publicada en El Siglo Diez y Nueve de 7 de Enero de 1868, dice:

"Algunos amantes de las bellas letras han querido sacar más fruto de la tertulia que el recreo del ánimo, y determinaron reunirse cada ocho días para hablar de literatura y entregarse en el seno de la amistad á las sabrosas y útiles expansiones del espíritu. Fué Luis Gonzaga Ortiz, el tierno poeta y el amable narrador, quien tuvo el primero esta idea, acogida con entusiasmo por dos ó tres amigos á quienes la comunicó. A propósito de la lectura de una comedia de Enrique de Olavarría, invitó á algunos amigos para escucharla y hacer las observaciones que creyesen justas. En efecto, concurrimos, y tanto Enrique como nosotros quedamos asaz contentos de esa media noche, que nos pareció un minuto. ¡Tan deliciosa fué aquella sesión literaria!

"Algunos días después, con el deseo de repetir aquella agradable reunión, y con motivo de la llegada á México de Guillermo Prieto, de ese gran poeta en quien las desgracias no han podido apagar la llama del genio, nosotros también convocamos á un reducido número de amigos, para oírle alguno de los hermosísimos cantos con que su musa, siempre fecunda, ha enriquecido últimamente la literatura nacional.

"En esta sesión, pues, más concurrida que la anterior, se formalizó el pensamiento tanto tiempo acariciado por Ortiz; y él y Cuéllar formularon la proposición que establecía las reuniones semanarias, proposición que todos aceptaron gustosos y entusiastas, firmando en

seguida un acta sencilla, y sin fórmulas ni frases de rutina. Se convino, además, en no dar á esta sociedad de amigos íntimos, el carácter grave y seco de una academia, ni hacer reglamentos, ni imponer obligaciones, ni penas, circunstancias que acaban en este país con todo, sino que se dejó á la reunión su carácter familiar y anárquico, lo cual ha hecho precisamente que reine siempre un orden y una cordialidad que no hemos visto hasta aquí en sociedad ninguna, y por la primera vez, quizás, la sinceridad y el afecto han sido los únicos vínculos que han hecho estrecharse corazones, que de otro modo se habrían separado al día siguiente. Esto sea dicho en honor del carácter mexicano.

"Tal es la historia del origen de esas Veladas literarias que están siendo cada vez más interesantes, que están llamadas á influir poderosamente en el progreso de la literatura nacional, por tanto tiempo decaída y olvidada, y que renuevan para nuestra generación los días dorados de la Academia de Letrán y del Ateneo."

La lectura de nuestra humildísima comedia, de que habla el querido Maestro, se hizo en una de las noches del último tercio de Noviembre de 1867, ante D. Anselmo de la Portilla, D. José T. de Cuéllar, D. Manuel Peredo, D. Lorenzo Elizaga, D. Ignacio Altamirano, D. Luis Gonzaga Ortiz, y otras varias personas, que, no por no presumir de literatas, dejaban de tener buen gusto, y como aquellas, honraron con su atención y su aplauso al autor. Al final de cada uno de los tres actos en que la comedia estaba dividida, Luis Gonzaga Ortiz hacía pasar á sus huéspedes á una habitación próxima á la elegante sala, y con esa finura y distinción que siempre le fueron peculiares, obsequiaba á sus amigos con pasteles y dulces, generosos vinos y calientes ponches, y á la lectura seguía la libación, “ni más ni menos, dice Altamirano, que si Anacreonte ú Horacio hubieran presidido aquella compañía." Este fué el patrón para todas las reuniones sucesivas, más o menos fastuosas en el agasajo de pasteles y vinos, y más variadas por la lectura de diferentes autores, lo que no pudo hacerse en esta primera, porque la lectura de Los Misioneros de Amor, título de la comedia citada, se prolongó hasta muy corrida la media noche.

Luis Gonzaga Ortiz fué, pues, como dice Altamirano, quien tuvo primero la idea de las Veladas literarias y quien dió la primera con motivo de hacer oir la lectura de la comedia en cuestión; si el público oyente no fué tan numeroso como en otras veladas que siguieron á esa, la calidad suplió y bastante á la cantidad, y así debe reconocerse en honor de Ortiz, á quien el Maestro retrata en todo su valer en los párrafos que en seguida copio: "Ortiz, bien conocido en la República por sus bellísimas composiciones, firmadas ya con su nombre propio, ya con el pseudónimo de Heberto, que usó algunas veces,

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