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biar una hacienda por un caballo, y el último regalaba las fincas y capitales á las oficinas del Estado."

"Por último, no queriendo el Gobierno dejar á la intervención una cantidad fabulosa de pagarés y obligaciones de bonos, que representaban el precio de casi todas las redenciones verificadas hasta entonces, se llevó consigo, al evacuar esta plaza, todos esos documentos, con los expedientes que les habían dado origen, documentos de que no se ha vuelto á tener noticia; y que se suponen extraviados ó destruídos en las derrotas de San Luis y Chihuahua."

Por lo visto, la nacionalización de los bienes de la Iglesia, fué desde el punto de vista hacendario, un completo fracaso, pero no fué así en cuanto á los intereses públicos y económicos de la nación en general. El influjo de una numerosa clase de nuevos propietarios, se hizo sentir durante la intervención francesa y el llamado Imperio, cuando ni Napoleón III ni Maximiliano se atrevieron á reclamar la devolución de los bienes de la Iglesia que, de haberse encontrado aún en poder del Gobierno, hubieran servido de arma á los enemigos de la Repú blica y de la reforma. Hay que convenir por otra parte, en que, no obstante que al principio fueron los capitalistas los más aprovechados en la repartición de los bienes, se fraccionaron en lo sucesivo gran cantidad de fincas, que pasaron á poder de pequeños propietarios, de lo cual puede convencerse el que viajando por la República, busque los informes correspondientes. De esta manera se ha creado una clase de pequeños propietarios, que sería más numerosa, si la plutocracia que domina en algunos de los Estados, no hubiera neutralizado en parte los efectos benéficos de las leyes de reforma. Es por lo demás de sentirse, que la falta en los archivos, de datos referentes á este interesante asunto, nos inhabilite para hacer un estudio más concienzudo, comprobando lo dicho con la lógica irrefutable de los números.

CAPITULO VIII

IMPORTANCIA INTELECTUAL Y MORAL DE LA REFORMA.

A investigaciones y consideraciones tan complexas como vastas y profundas se presta el tema que encabeza este capítulo y si nos atrevemos á tratarlo es porque su importancia nos obliga á ello, para no dejar incompleto el presente estudio, pero no porque tengamos gran fe en nuestras aptitudes y conocimientos. Los problemas intelectuales y morales, han sido en efecto, al lado de los problemas puramente económicos, los que más han preocupado á los pueblos desde las épocas más remotas, los que más controversias han producido y los que más han contribuido á formar la historia, dando lugar á tenaces luchas entre religiones ú opiniones opuestas. Imposible sería, aun cuando nuestras fuerzas alcanzaran, dar aquí ni una vaga idea de lo que ha sido la inteligencia y la moral de los hombres en el desarrollo histórico: del carácter de la inteligencia humana y de la manera como ha sido violentada ó encauzada por las exigencias ó preocupaciones de la sociedad; ó que pretendiéramos explicar filosóficamente la natura. leza de los sentimientos morales y la manera como éstos se han ido modificando según las circunstancias, ó como han producido reacciones que levantan á los pueblos de la corrupción y el abatimiento. Demasiado léjos iríamos ciertamente por ese camino y este es el motivo por el cual tenemos que prescindir del estudio de la transformación, que durante la histo

ria han sufrido las ideas en cuanto al objeto y límites naturales de la inteligencia y en cuanto al origen y esencia de los principios morales; procurando únicamente explicar, de qué manera ciertos antecedentes históricos han determinado la formación de las ideas modernas en cuanto á los problemas referidos. En seguida dedicaremos nuestra atención á los resultados que ha dado la educación católica en México bajo la dirección del clero mexicano, para compararlos con los que se han obtenido hasta ahora bajo el régimen de la reforma, establecida por los Gobiernos liberales.

La civilización moderna, y con ella el movimiento intelectual y los principios morales aceptados en nuestros días, no obstante que tienen su origen remoto en la civilización greco-ro-, mana, son el producto inmediato de dos fuerzas históricas, que se han combatido, entrelazado y modificado mutuamente: el cristianismo y el feudalismo. Si el primero era en su origen el representante de una democracia humilde, austera y pacífica, el feudalismo representaba á su vez el espíritu de independencia y dignidad personal, tal como se había desarrollado entre los pueblos germánicos. Que á pesar de las modificaciones que esas tendencias han sufrido desde entonces, se hayan conservado ambas hasta nuestros días, constituyendo un dualismo de ideas particular, ha sido fortuna y no pequeña para los pueblos de raza latina y germánica; pues de haber predominado de una manera absoluta el principio germánico, los pueblos hubieran vuelto á la barbarie, y de haber prevalecido el principio cristiano, los pueblos se hubieran afeminado para caer en poder del primer conquistador, como los griegos del Imperio Bizantino que fueron víctimas de árabes y turcos.

Tanto en la antigua Grecia, como en la antigua Roma, el Estado había absorbido casi por completo al individuo. El ciudadano vivía dedicado continuamente al servicio de la patria, sacrificando á ella cuanto poseía, tanto en tiempo de paz como de guerra; la religión oficial era la suya; suyos eran los triun. fos ó los desastres de la patria; y en fin era la patria la única dispensadora de honores. A nadie se le ocurría que el ciuda

dano pudiera tener derechos naturales é inajenables frente al Estado, y si este último concedía ciertos privilegios á los ciudadanos, pero no derecho alguno á los hombres en general, esto era porque á los ciudadanos se les consideraba como á una clase superior y porque la inviolabilidad de ciertos funcionarios se juzgaba necesaria para determinados objetos de interés general, pero de ninguna manera como un mandato imperioso de la moral política ó religiosa. El ciudadano estaba sometido al Estado, como el esclavo al ciudadano.

Distinto fué el sesgo que tomó la opinión pública en los siglos subsecuentes á la disolución del mundo antiguo, y así como el cristianismo, destruyendo los dioses locales, y dando á conocer á un Dios que juzga al hombre conforme á sus acciones, penetrando sus mismos pensamientos, despertó la conciencia individual, que sirve de guía moral, sin que intervenga fuerza exterior alguna; así la aristocracia feudal sostuvo en la política europea la idea de la independencia individual, traída de las selvas germánicas, y creó el principio del honor personal, que todo "caballero" debe sentirse obligado á defender, no solo sin la intervención, sino en casos determinados, aun en pugna con las mismas autoridades constituídas de su propio país.

Peligroso como aparece sin duda este principio, en cuanto á que encierra el gérmen de la discordia, y que conduce todavía en nuestros días á sangrientos encuentros personales, sancionados por la opinión pública, no podrá sin embargo nadie que lea atentamente la historia, dejar de advertir, que fué una admirable palanca para levantar el espíritu de dignidad en el pueblo y para combatir el despotismo. Fué en efecto la orgullosa aristocracia feudal, á pesar de lo opresiva que era para el pueblo bajo, la que durante siglos personificó la dignidad. humana, frente á los abusos y tendencias absorbentes de los monarcas y á la tiranía intelectual de la Iglesia, impidiendo que se extinguiera en Europa toda idea de libertad, iniciativa. y derecho individual, como ha sido por lo general el caso en las monarquías asiáticas. Limitado en un principio ese orgullo personal á los círculos feudales, en donde se miraba con

desprecio á los "villanos," fué descendiendo, conforme á las leyes de imitación, á las capas inferiores de la sociedad determinando más y más los ideales políticos; pudiéndose asegurar, que el ejemplo de la aristocracia, fué una de las más potentes causas, que impulsó las masas populares de los muni- · cipios, cuando se lanzaron á la conquista de los derechos y libertades, de que hoy se disfruta en los países civilizados.

La coexistencia de esos dos principios, el cristiano y el feudal-individualista, que responde en el fondo á la idea de la separación de lo espiritual y lo temporal, constituye un dualismo moral que todos sentimos en nuestra conciencia y que no se puede suprimir sin que se destruya la base misma de nuestra civilización. Que la supresión de ese dualismo ha sido y sería de nuevo funesta, ya lo hemos procurado demostrar y lo confirma por otra parte el hecho de que un sano equilibrio entre esos dos principios, que parecen excluirse mutuamente, ha traído siempre consigo la prosperidad de las naciones, como en el caso de la España de los Reyes Católicos, en el de la República de los Países Bajos, en el de la Francia de Richelieu, etc. El despotismo de los monarcas, unido al de la Iglesia, trastornó en los siglos XVII y XVIII ese equili brio á favor de los principios religiosos en el continente europeo, pero el ejemplo de Inglaterra y la revolución francesa, volvieron á restablecerlo, haciendo posible el grandioso progreso que en el siglo XIX hemos presenciado.

Al descubrir Colón el Nuevo Mundo para beneficio de España, se encontraba ésta en el apogeo de su vigor social, en vista de la feliz combinación del espíritu caballerezco y emprendedor con el entusiasmo religioso; pero apenas habían empezado los indomables conquistadores á engrandecer hasta lo inmensurable los dominios de sus monarcas, cuando ya en España empezaban á ejercer su perniciosa influencia, las fuerzas que al fin habían de ocasionar su ruina: el despotismo combinado de los Reyes y de la Iglesia, así como la corrupción y el desprecio á la ciencia y al trabajo, en las clases superiores, que de ordinario acompañan ese detestable sistema político-religioso. Vamos á prescindir de referir todos los horro

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