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CONCLUSION.

Cumplido el propósito de exponer las causas que dieron origen á la Constitución de 1857 y á las leyes de reforma, como parte de una evolución histórica, de los pueblos de raza latina y germánica, que tarde ó temprano tenía necesariamente que hacerse sentir entre nosotros y habiendo considerado esa Constitución y esas leyes bajo sus diferentes aspectos, ya sea el político, el económico, ó el intelectual y moral, nos falta ahora dirigir una mirada hacia el desarrollo de nuestra patria bajo el régimen de esas instituciones, adoptadas hace ya cerca de medio siglo.

Todo el que conoce nuestra historia, aunque no sea mas que en compendio, ó que se haya fijado en lo que aquí llevamos dicho, sabe perfectamente que, tanto el gobierno colonial español, como nuestros gobiernos nacionales en los primeros decenios que siguieron á la independencia, fueron por su propensión al sistema de monopolios, de opresión intelectual y de privilegios, los menos adecuados para preparar al pueblo mexicano para el régimen democrático. Encontrándose en efecto nuestro pueblo en un estado de ignorancia y de miseria de lo más deplorable, sin iniciativa, sin los más rudimentarios conocimientos de lo que es la administración local, como base del sistema democrático, se expidió la Constitución de 1857 que, lejos de ser como la de los Estados Unidos la expresión natural de los hechos existentes, tiene más bien el carácter de un sistema político-filosófico de escasa aplicación práctica, consistiendo su principal mérito en mantener á la vista del

pueblo un ideal digno á que aspirar. Destruido el centralismo y el militarismo á consecuencia del triunfo del partido liberal en 1867, no pudo, sin embargo, establecerse la democracia conforme á la Constitución porque faltaban las condiciones esenciales para ello, estableciéndose en su lugar una especie de feudalismo, en que los jefes revolucionarios, que se habían apoderado de los gobiernos de los Estados hacían un papel semejante al de los caballeros feudales en la Edad Media, es decir, que gobernaban arbitrariamente al pueblo sometido y que no reconocían al Gobierno Federal más derechos, que los que éste era capaz de hacer efectivos. La consecuencia de esta situación fué que se estableciese una lucha entre el Gobierno Federal que representaba los intereses nacionales y los gobiernos locales representantes ante todo de los intereses de los caciques y de sus allegados, ni más ni menos que como había sucedido en Europa hace varios siglos entre los reyes y sus vasallos; pero con la diferencia de que los reyes hacían valer su derecho divino que implicaba el derecho á cometer toda especie de crímenes y abusos, mientras que nuestros presidentes desde 1867 han trabajado á nombre del ideal constitucional de 1857 que procuramos alcanzar, dando una prueba de la buena fe con que han procedido, el decidido empeño que han manifestado en el fomento de la instrucción pública.

Durante la Presidencia de Juárez y Lerdo subsistió esa especie de neo-feudalismo, en que los Congresos compuestos de los delegados de los gobernadores daban al sistema de gobierno una apariencia democrática; pero en el fondo no era la política mas que un tejido de intrigas y conspiraciones con la revolución armada por desenlace. En todas esas maquinaciones, el pueblo no hacía más papel que el de simple espectador ó de víctima indefensa y es una falsedad cuando se nos asegura que en aquellos buenos tiempos había realmente elecciones populares. Debe insistirse en este punto, porque de otra suerte podríamos ser inducidos á apreciaciones erróneas y en consecuencia perjudiciales, en el trabajo de nuestra organización social.

El triunfo del Plan de Tuxtepec, la política enérgica del

General Díaz y el admirable desarrollo de las vías de comunicación, dieron el golpe de muerte á los cacicazgos, asegurando la paz y reforzando los lazos nacionales; pero el problema de la organización de la democracia ha quedado pendiente, porque los gobernantes no son por la naturaleza de las cosas los llamados á resolverlo y porque las clases ilustradas han tratado el asunto con una indiferencia deplorable. No hay en efecto que olvidar, que la democracia tiene por base la iniciativa individual, las virtudes cívicas, la constancia y la abnegación y que en donde estas faltan, el gobernante más des interesado se ve obligado por las circunstancias á proceder despóticamente, para evitar la anarquía, ó que la sociedad caiga en poder de aventureros audaces y sin conciencia.

La situación anómala en que nos encontramos de esta suerte, en cuanto al desacuerdo existente entre las leyes y las costumbres del pueblo, tiene su origen en el error fundamental de nuestros constituyentes de considerar las cosas no como son, sino como deberían ser á su juicio, y de ajustar las leyes á ciertos dogmas democráticos en boga, suponiendo sin duda que los ciudadanos cambiarían en lo sucesivo de modo de ser, renegando unos de sus costumbres é ideas, adquiriendo otros repentinamente las aptitudes necesarias, y amoldando todas sus acciones al código político que los legisladores hubieran tenido á bien adoptar y decretar. Tales errores eran por lo demás muy generales, hace medio siglo, no solamente en México, y sería una injusticia criticar demasiado severamente á nuestros legisladores de entonces; pero por otra parte nos condenaríamos nosotros mismos, los de la actual generación, si insistiéramos en realizar lo que por experiencia sabemos ya que es imposible. Si el errar es humano, el perseverar en un error es privilegio de los necios.

Debemos por lo tanto cuidarnos en lo sucesivo de seguir incurriendo en los errores de nuestros constituyentes, de pretender convertir en preceptos lo que por ahora no puede tener mas que el carácter de un ideal irrealizable. Graves fueron en efecto esos errores, como dijimos ya en otra parte, sobre todo el de reducir de una manera excesiva las atribucio

nes del Ejecutivo, así como el de pretender elevar el edificio político en su totalidad sobre el sufragio igual y universal, sin atender á que la gran mayoría del pueblo carecía de la educación política indispensable para ejercer la soberanía y que las ambiciones ilegítimas aun necesitan entre nosotros de un correctivo eficaz. Si esa Constitución hubiera dado en los mismos Estados Unidos resultados poco satisfactorios, en México tenía que conducir infaliblemente á la anarquía y en seguida á una dictadura más ó menos disimulada. Y á la verdad, que hasta cierto punto no se puede reprochar á nuestros presidentes el haber ejercido la dictadura y el influir en las elecciones; pues de abstenerse por completo, serían los goberna-` dores los que harían las elecciones, y si éstos se abstuvieran también, el clero sería el que obtuviera el triunfo, poniendo fin á la Constitución y á nuestros sueños de libertad.

Es un hecho indiscutible, que para que el cuerpo electoral pueda ejercer las funciones que la Constitución le asigna, se necesita, no sólo que tenga interés en las cuestiones políticas que se ventilan, sino que las comprenda, pues de otra suerte no será nunca mas que una rueda inútil, es decir, un estorbo más bien que una parte integrante del mecanismo gubernatiyo. En México se ha ido formando en los últimos decenios una nueva clase superior, más numerosa, activa é ilustrada que la antigua aristocracia, y que debido á la influencia que ejerce con el Ejecutivo, es la que dirige en gran parte-aunque indirectamente-los destinos del país, no obstante los preceptos ultrademocráticos de la Constitución; pues no es posible que la lógica de los hechos reales, deje de sobreponerse de una manera ú otra, á las teorías abstractas. En tales condiciones sería lo más natural, sancionar y reglamentar lo que el libre juego de las fuerzas ha producido, concediendo el derecho de eiudadanos activos exclusivamente á los que tengan la instrucción necesaria para comprender y cumplir sus obligaciones como tales, y por otra parte, ampliar los poderes del Ejecutivo, para poder ir convirtiendo en una realidad la independencia del Legislativo, sin que esto entorpezca la marcha de la administración pública. Solamente así será posible evitar

en lo sucesivo, por una parte los trastornos del orden público y por otra el «bizantinismo, es decir, la adulación y la bajeza elevadas á sistema por gran número de personas que desean progresar en su carrera política y no encuentran otro medio de lograrlo. ¿Qué se opone?-Los principios democráticos,» nos contestarán los doctrinarios: pero los principios abstractos, por sublimes que sean, no deben oponerse jamás á la sana organización de un pueblo; enseñándonos por lo demás la experiencia, que las masas populares, dedicadas á los trabajos manuales, nunca han sido capaces de establecer un gobierno medianamente duradero, especialmente cuando carecen de una educación adecuada, Feliz el día en que la mayoría de los hombres pueda ser relevada por la técnica moderna con su potente maquinaria, de la parte más pesada del trabajo, para que pueda dedicar su atención también á la política; pero mientras esto no suceda, toda tentativa de introducir la democracia pura, tiene que terminar en un desastre.

¿Dónde están en realidad los resultados prácticos del decantado sufragio igual y universal? En Inglaterra no predomina aun por completo, ni en las elecciones á la Cámara de los Comunes; en los Estados Unidos no existía cuando se adoptó la Constitución, y si después se ha ido estableciendo poco á poco, no ha sido precisamente en beneficio de la moral políti ca, debiéndose observar por lo demás, que ha sido abolido de nuevo en los Estados de Alabama, California, Carolina del Sur, Connecticut, Mississipi y Massachussetts. Importa asimismo recordar, que los excesos de la demagogia encuentran en los Estados Unidos un dique eficaz en el poder independiente de la Suprema Corte de Justicia, la cual no es de elección popular.

En cuanto al continente europeo no será superfluo dirigir una mirada hacia las principales naciones que lo han adoptado como base, ó como parte integrante de sus instituciones.

Establecido el sufragio igual y universal en Francia á fines del siglo XVIII, condujo inmediatamente á la anarquía, al terrorismo jacobino y por fin al despotismo de Napoleón I. Desechado por los Borbones después de la restauración y por

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