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No, no acentos de amor, dulces, rendidos,
en torno sonarán; horrenda suerte

inspira al corazón cantos de muerte."

No, aquella no fué ni podía ser época propicia para nuestros teatros: el Principal, desde fines del año anterior, suspendió sus representaciones; Valleto quedó en la ciudad, atendiendo á su familia, de la cual fué siempre idólatra y no quiso dejar en las aflictivas circunstancias por que atravesaba el país, y su Compañía salió de México para Zacatecas con un buen ajuste, figurando al frente de ella y como primeras partes, Soledad Cordero y Angel Padilla, que, por su constancia y dedicación al estudio, á cada instante conquistaba nuevos y legítimos lauros en la escena.

La Compañía del Nacional permaneció en su teatro, dando funciones hasta el Carnaval, en que lo cedió para los bailes de máscara. Nada notable ofrecieron esas funciones, como no fuese un apropósito en un acto intitulado Los Yankees en Monterrey, que no pasó de una mala pieza de circunstancias con perdonables bravatas patrióticas. En Abril dió, con éxito escaso, algunas representaciones en el Nacional la Compañía Acrobática de Mr. Turín, de la cual hablé en el anterior capítulo.

Ocupada la Capital por los invasores el 14 de Setiembre, la ciudad fué presa del más desenfrenado bandidaje: la contraguerilla que el Gral. Scott formó con los presos mexicanos que hizo sacar de las cárceles de Puebla, ofreciéndoles la impunidad á cambio de que le sirviesen de guías y de exploradores, y los cuerpos de voluntarios y aventureros americanos, sin disciplina, borrachos, ladrones y pendencieros, sembraron el pánico y el terror por todo el ámbito de la Capital, lo mismo en las más céntricas calles que en los más apartados barrios.

El ínfimo pueblo, que durante tres días se batió como pudo con los norte-americanos, continuó deshaciéndose de éstos por medio del asesinato: en cuanto algún soldado extranjero se aventuraba en una callejuela solitaria, era acometido y muerto por el puñal del primero que acertaba á verle.

Para contener esos desmanes, se publicó la ley marcial, suspendiendo toda clase de garantías, y el salvaje invasor llevó sus atropellos y venganzas á un grado superior á toda ponderación.

Quienes en nombre de la libertad condenan los ponderados horrores de la Conquista en 1521, pudieran avergonzarse de los positivos y verdaderos, cometidos más de tres siglos después de aquélla, por ciudadanos de la Gran República que se nos presenta como modelo y prototipo de la libertad. Grupos de invasores organizados en bandidaje, deshonraban el decantado progreso americano. "A las cinco

de la tarde, dice un testigo é historiador, se vió en cierto día asaltado por cinco soldados norte-americanos, en la calle de la Palma, una de las más céntricas de la ciudad, un individuo á quien despojaron del reloj y del dinero que llevaba, sin que nadie les molestase por aquel hecho; pero no solamente en las tiendas y en los individuos que transitaban por las calles se cometían los robos, sino también en los viajeros que marchaban por las diligencias, y esto antes que el carruaje saliese de las puertas de la ciudad; entre muchos casos que se pudieran citar, mencionaré uno que se verificó á las cinco de la mañana del 1o de Octubre.

"La diligencia iba llena de gente, con dirección á Querétaro; al llegar frente al Panteón de Santa Paula, que se encuentra dentro de la ciudad, los viajeros se vieron detenidos por una partida de ladrones enmascarados, que les despojaron de cuanto llevaban, y se retiraron consumado el robo, sin que nadie los molestase; los voluntarios entraban en las vinaterías, pedían de beber, y después de embriagarse salíanse sin pagar, y amenazando ó maltratando al que intentaba cobrarles."

En pleno día, fué robada la botica de la calle del Tompeate: los desórdenes, lejos de disminuir, fueron en aumento á proporción que iban llegando á la Capital nuevas fuerzas de los Estados Unidos. La oficialidad, que no encontraba cabida en la sociedad mexicana, porque nadie quería alternar con los invasores de su patria, eligió el edificio de la Bella Unión para celebrar todas las noches orgías y bacanales, y el juego, la lujuria y el vino sentaron allí sus reales, sin límites ni cortapisas; la parte baja se convirtió en cantina y en salones de juego; el piso primero se destinó á bailes nocturnos y villanos, y los cuartos del piso segundo, eran teatro de escenas que la decencia no permite referir. A estos bailes eran llevadas las mujeres más despreciables del bajo pueblo, y en una pieza baja eran vestidas por los oficiales para que entrasen al baile, y una vez concluído éste, eran del mismo modo desnudadas y echadas á la calle. Si triste era el estado de la ciudad en punto á garantías, no lo era menos por lo que se relacionaba con el aseo y la limpieza: Minería, la Plaza de Armas, la misma calle del Espíritu Santo en que vivía el Gral. Scott, estaban convertidas en inmundos muladares que corrompían la atmósfera; por espacio de varios días permaneció frente á la puerta de la casa del general en jefe, un caballo muerto semioculto entre la abundante basura allí arrojada. Delante de cada cuartel se veía un gran montón de estiércol y de inmundicias, que nadie pensaba en retirar. Alarmada como estaba por los continuos robos la población, cerraba muy temprano sus establecimientos, así como las puertas de sus casas, y el pavor que causa la soledad, reinaba en las calles desde las primeras horas de la noche,

"¡Qué espantoso es, decía un periódico de esos días, el aspecto de la Capital en las noches de la remarcable época en que vivimos! Las calles desiertas y oscuras, por el mal estado del alumbrado, son un retraente para que sean transitadas. Las personas á quienes la necesidad obliga á salir á la calle, lo verifican con timidez, horror y miedo, sin atreverse á llevar arma ninguna para su defensa. Los malhechores se ven en campo abierto y seguro para sus maldades, que se repiten por todas partes con el mayor escándalo é impunidad, porque no hay quien los castigue."

Ninguna exageración hay en las noticias que preceden, y todas ellas constan en las columnas de los periódicos de esos días. El Monitor Republicano, con un valor civil que faltó á El Siglo XIX, pues éste suspendió su publicación, mientras aquél continuó apareciendo sin interrupción durante la permanencia de los norte-americanos en la Capital, El Monitor Republicano, repito, denunciaba día á día esos abusos y crímenes, y solicitaba, en buena forma, pero enérgicamente, las garantías que nuestra sociedad tenía derecho á exigir de un invasor que se decía más civilizado que nosotros, y que con sus hechos probó todo lo contrario.

Por el más leve motivo, hombres infelices eran encerrados en estrecha prisión, recibiendo en ella inhumano trato; cuando existía más ó menos grave delito, aplicábase al delincuente la pena de muerte de un modo bárbaro: el criminal era conducido en un carro al lugar de la ejecución, allí había un árbol ó un grosero madero con un lazo corredizo; al llegar á él se obligaba al reo á ponerse en pie, se le pasaba el lazo por el pescuezo, y marchando, sin detenerse, el carro hacia adelante, el reo quedaba colgado y expiraba entre las mayores angustias. La pena de azotes se aplicó con cruel frecuencia, ya en una especie de picota que se levantó en medio de la Plaza de Armas, ya ejecutivamente á cualquiera hora y en cualquier punto céntrico y concurrido.

Pondré un ejemplo, que desgraciadamente podría multiplicar al infinito: en El Monitor Republicano del 19 de Octubre, se lee el siguiente suelto: "Los norte-americanos, en la esquina del Puente de San Francisco, han azotado á un infeliz mexicano por un hecho fútil, poniéndole al pecho una espada y en seguida dándole cincuenta latigazos." Se horroriza uno de sólo hacer estas citas. En la picota de la Plaza, el día 9 de Noviembre, debieron sufrir esa pena infamante é impropia de un pueblo semiculto, cinco ó seis mexicanos acusados de robo; en el momento en que el primero de ellos empezó á ser azotado, la indignación de los concurrentes fué tal, que, sin meditar las consecuencias, armáronse de dignidad y apedrearon á los ejecutores, que se vieron precisados á suspender su tarea, para continuarla dentro de sus cuarteles, al abrigo de cuyos muros los mexicanos eran

asesinados, según lo denunció el mismo valeroso Monitor. Para concluir con estas citas, copio del mismo periódico y de su número del 2 de Enero de 1848: "Antes de ayer, á eso de las cinco de la tarde, tres americanos entraron á la casa número 3 de la 3a calle de San Francisco: uno de ellos se lanzó sobre la esposa del Sr. D. Carlos Both, mientras otro abrió el ropero y sacó las alhajas y 50 pesos que contenía, y un tercero quedó en la puerta, como centinela; y á no ser porque dos señoras que se hallaban allí inmediatas, dieron gritos, acaso hubieran hecho peores cosas, pero no por eso dejaron los objetos robados."

El Gran Teatro Nacional no pudo escaparse de ser manchado con una parte de tanta basura. Un grupo de actores norte-americanos, cuyos nombres no sé ni he querido investigar, trabajó sobre su escena, hasta allí tan honrada por notables artistas. El Monitor de 30 de Setiembre del año de 1847, cuyos sucesos relatamos, dijo sobre este asunto: "Como periodistas hemos concurrido á la primera representación del drama intitulado The Lady of Lyons, on Love and Pride, "La dama de los Leones ó Amor y Soberbia," que verificó anoche (29 de Setiembre), en el Teatro Nacional la Compañía Inglesa que entendemos sigue al ejército americano. Gran parte de éste formó toda la concurrencia, á excepción de dos mujeres mexicanas de clase menos que mediana, media docena de las del pueblo que ocuparon la cazuela, otros tantos hombres de igual clase y ocho polkos curiosos que por allí vimos; pero aun así supimos que los productos ascendían á más de mil pesos. Uno de los actores, como de edad madura, fué el que con más alma y con mejor acción se hizo aplaudir frecuentemente y excitó estrepitosas risotadas, gritos y silbidos, porque sin concurrencia de señoras, los hombres, sin obstáculo del miramiento que se les debe, vivamente se entregaron á toda clase de desmesuradas y alegres demostraciones." No creo que pueda darse mejor idea de lo que esos actores serían, que copiar el siguiente párrafo del mismo Monitor de fecha 3 de Octubre: "Escena trágica.En la última representación dada por la Compañía americana, hubo una escena bien notable: el Director se chocó con uno de los actores, que nos pareció el galán, y le infirió unas heridas. Después, levantado el telón, aparecieron en las tablas los contendientes y continuó la representación, pero se cambió el papel y el galán se fué encima del Director armado también con una espada; la escena, aunque los anuncios de ella no lo dijeron, fué trágica...." Pasemos, pasemos de largo sobre tantas miserias!

De súbito y cuando nadie ni lo esperaba ni lo creía, apareció el siguiente programa:

"Gran Teatro Nacional. --La Compañía Dramática Española se había abstenido de dar representaciones en medio de las azarosas cir

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cunstancias que rodeaban á esta Capital, á pesar de la necesidad en que se hallaban la mayor parte de sus individuos, de buscar en su profesión un medio honroso de subsistir; pero las instancias que se les han hecho en los últimos días de la semana anterior por muchos individuos, para que se les proporcione alguna distracción y otras razones que no es del caso enumerar, la han decidido á ofrecer hoy la continuación de sus trabajos ante el público de esta hermosa Capital. En consecuencia, en la tarde de hoy Domingo 3 de Octubre, se representará la comedia Llueven bofetones, se bailará el Minuet escocés por Castañeda y Ramona Cabrera, concluyendo con la pieza El amante prestado. Por la noche á las siete y media se representará el drama fantástico-jocoso, en tres actos y en verso, intitulado: Los hijos de Satanás, dirigido por el Sr. Viñolas, y en el que la Sra. Cañete cantará una canción análoga á su argumento. En el intermedio del segundo al tercer acto se bailará por la Sra. Gozze y el Sr. Piattoli el famoso y acreditado baile andaluz, conocido por el Zapateado de Cádiz."

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Demos algunas explicaciones: el Gral. Scott y la oficialidad de sus tropas de línea, entre los cuales parece que había muchos individuos educados y decentes, querían á toda costa ver reunida en algún local público á la buena sociedad mexicana, y sobre todo á las señoras que desde la ocupación extranjera no habían vuelto á presentarse, no ya en los paseos, pero ni siquiera en las calles, temerosas de ser insultadas por los voluntarios y aventureros, como muchas de ellas lo fueron en efecto, según consta en varios números del Monitor Republicano.

Alguien indicó al jefe americano y á su oficialidad escogida, que nada sería más á propósito que el promover la continuación de los trabajos de la Compañía dramática española, que, con aplauso de la sociedad mexicana, había, en mejores tiempos, ocupado el Gran Teatro, y con tal motivo, se les hicieron entusiastas elogios de Rosa Peluffo y de María Cañete.

Los ayudantes del General en Jefe, autorizados por éste, pasaron á visitar á una y otra actriz y les expusieron sus deseos. La Peluffo se negó redondamente, y manifestó que no sólo no trabajaría en el Teatro mientras México estuviese sufriendo la ocupación americana, sino que ni aun en el interior de su casa abriría el piano, ni aun para su propio recreo.

Mariquita Cañete, ante quien los comisionados de Scott se dolieron del desaire que la Peluffo habíales corrido, díjoles que su repulsa reconocía por fundamento el cariño que les merecía México, á cuyos más infelices hijos veían cruelmente maltratados por el invasor. Los ayudantes observaron que las leyes americanas eran severas para con los malhechores y que malhechores eran los individuos que calificaba de infelices. La actriz, que después del primer instante había embo

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