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cuasi juglares, que, ó por holgazanería ó por inconsciente impulso á empresa tan grande, como la de dominar á las multitudes con el genio y la inspiración, abrazaban una carrera infamante que les cerraba las puertas de todo círculo social que no fuese el de los disipados y de los hipócritas de honradez, círculo muchas veces brillante y siempre corrompido, del que, entre broza generalmente soez, solían, en ocasiones, nacer bastardos tan ilustres como D. Juan de Austria. Entonces el mísero cómico no podía ni aun dejar su profesión para abrazar otra cualquiera tenida por honrosa y honrada, y aun la sepultura en lugar sagrado se les negaba. Y sin embargo, ellos eran los mágicos artífices que habiendo comenzado por representar sus propias rudimentarias farsas, despertaron el genio de grandes poetas y alzaron, para gloria de los pueblos y admiración del universo, el grandioso monumento de la literatura dramática, templo del saber y de la civilización de las nacionalidades, en el cual las estatuas de los autores, aun labradas en mármoles ó bronces, continúan hablando por sus obras, mientras que las efigies de los que las revelaron y crearon, permanecen mudas é incomprensibles para cuantos no vivieron en su tiempo, inútiles trompetas de fama que ya nadie puede volver á hacer sonar, porque sólo para los labios del genio han sido forjadas.

Estos orígenes y sus males del teatro, no fueron exclusivos de la colonia, ni sólo provenidos de la metrópoli, como pudieran suponerlo los que para disculpar sus vicios los achacan á la sangre que heredaron; fueron comunes á todos los pueblos, y entre éstos, como todos nosotros, los tuvo Francia, que traigo á cuento, no porque tampoco ella fuese excepción entre las demás naciones, sino porque es la más estudiada y celebrada en México. También allí el teatro en sus principios fué la propiedad de los Cofrades de la Pasión y de los Hospitalarios de la Trinidad, y después de pasar por la exhibición de misterios sagrados, en sala de la propiedad de aquellos, hizo Corneille representar sus principales piezas, Horacio, Cinna y Polyeucte. El Teatro de la Opera fué fundación del Abate Perrín, del cual pasó al celébre Lulli. En cuanto á sus injusticias y crueldades con cadáveres de grandes artistas, nada necesito decir, que no sepan ya mis lectores instruídos.

Honremos, pues, á esos mal comprendidos mártires de un ramo de las bellas artes, para el que fueron la lámpara que, alimentada por el genio de sus poetas, hizo brillar la literatura dramática. Si en ellos las virtudes privadas escasearon, no es culpa del arte mismo, sino de la proscripción á que los condenaban las preocupaciones sociales, que engendrando en ellos el despecho y la decepción, todavía influyen en que aquel que parece un caballero en las tablas, no lo sea fuera de ellas, con contadas y muy honrosas excepciones.

En el teatro de México y en la época colonial, escasos son los nom

bres distinguidos de actores y de autores; y la razón es obvia: la Nueva España sólo fué una provincia de la antigua, y quienes se creían capaces de distinguirse, á esa iban á conquistar laureles, como lo hizo el magnífico D. Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza. Hoy mismo es buscada la Capital de la Federación por los ingenios de sus Estados. Quienes no dispusieron de esa facilidad vivieron en silencio y murieron ignorados, que esa suerte cabe á quienes vegetan en un medio donde falta la emulación y no se aguarda recompensa. Como en tal provincia de la entonces madre patria, el teatro de México vivió de las producciones dramáticas de la metrópoli, y al hacerse la Independencia, el trabajo de consolidar lo nuevamente instituído absorbió todas las inteligencias, y preocupó todos los ánimos con la resolución de problemas que parecían insolubles, y el teatro entre nosotros fué, no una institución que pudiéramos apropiarnos, sino un recurso de distracción y de esparcimiento en horas determinadas. México era un campamento de contrarios ideales, en que ni aun las tiendas de los combatientes tenían un color determinado, en que la bandera nacional era una misma para los más opuestos bandos, sirviéndose igualmente de ella los que en el lienzo tricolor simbolizaban la religión, la unión y la independencia y los que, respetando sólo la última, destrozaban la segunda en nombre de la libertad y destruían la primera con su ansia de reforma; los más inesperados maridajes, las más absurdas concesiones, los más imposibles convenios, eran puntos de reposo para proveerse de nuevos ánimos y tornar, más violentos siempre, á la inacabable lucha, lucha fratricida, pero necesaria é inevitable.

En esos puntos ó momentos de reposo la necesidad de la distracción, y algunas veces el estratégico panen et circensis de los gobiernos, facilitaban un relativo esplendor á nuestros teatros; pero casi exclusivamente con actores y autores extranjeros, porque los hombres del país eran necesarios, y no bastaban para soldados. Y entonces empezaron á ser visitados por verdaderos artistas y por verdaderas compañías. En el ramo lírico, al admirable Manuel García sucedió el magnífico Felipe Galli, y á éste los muy apreciables cuadros de María Albini y de Anaida Castellán. En el ramo de verso, á Andrés Castillo y Luciano Cortés siguieron, el distinguidísimo Andrés Prieto y el bueno, pero no comparable á ese, Diego Garay, el mal comprendido Bernardo Avecilla y los estimados Francisco Pineda y Fernando Martínez. Con esos artistas dramáticos ó líricos, todos de primer orden, dividieron los aplausos del público otros muchos, inferiores á ellos, pero en su clase y en su género también muy distinguidos, y en la época cuyo relato hacemos, con mano vigorosa empuñan el cetro de la escena D. Miguel Valleto, D. Antonio Castro y la Srita. Soledad Cordero.

Ponemos en primer lugar á Valleto, porque de ese honor lo consi

deraron digno los redactores de El Apuntador, que al dar su retrato decían: "con el mayor placer publicamos el de D. Miguel Valleto, que si no ocupa él solo el primer lugar, es el primero de los que deben ocuparlo entre los actores que trabajan actualmente en nuestros teatros,” y tras de esto continuaban así:

"Aunque de mediana estatura, el Sr. Valleto es bien formado; tiene una fisonomía expresiva, ojos vivos, buena acción y modales muy finos en la escena y fuera de ella. Su porte es decente, su trato caballeroso y arreglada su conducta, circunstancias que le hacen estimable en la sociedad, tanto como su mérito en el teatro. En el género serio tiene sensibilidad, fuego, nobleza y dignidad: en el género cómico es muy notable; pero donde se le debe buscar, donde es superior verdaderamente, es en el de costumbres, sea cual fuere el carácter que tengan las obras.''

Aquí nos detenemos en esas citas, porque aun hemos de hablar mucho de ese distinguido actor en numerosos capítulos de este libro, que sin duda no es una obra completa, como no lo son ninguno de los que he producido, pues conociendo como conozco, la pequeñez de mis fuerzas, jamás pretendo lo que no me sería posible alcanzar, y me contento buenamente con el honor de ser el primero que hable de ciertos asuntos: á otros cedo la gloria de hablar mejor.

Por esta causa no quiero extenderme en consideraciones acerca de las letras y el periodismo mexicano en esa época. Por mis frecuentes referencias á unas y á otro en los precedentes capítulos, comprenderán aquellos de mis lectores que no hayan hecho estudios especiales sobre esta materia, que letras y periódicos poco bien trajeron á la historia de esos ramos en México. Fatiga causa registrar las colecciones de La Gaceta y del Diario de México en solicitud de noticias de bellas letras en la época colonial: las noticias son escasas y los ejemplos faltos casi siempre de mérito. Abundaban ciertamente los escritores; pero por poca afición que se tenga á la severidad, necesariamente se conviene en que su número en nada aquilata el mérito. Tuviéronle Alarcón y Sor Juana y todos sabemos sus nombres; todos, aun muchos de los que jamás los han leído, porque el positivo valer se impone á la fama y ésta le hace llegar á todo el mundo, aun en sus más apartados rincones. Cuando la opinión general hace el silencio sobre ciertos nombres, sin duda quienes los llevaron nada influyeron en la de su época. Podrán los sabios y los estudiosos sacar del olvido uno ó muchos más; pero dado caso de que alguna vida les presten, más que á sus obras mismas, lo deberán á las de esos sabios ó estudiosos críticos, y tanto más viable será la resurrección cuanto mayor sea la popularidad de esos críticos, pues muchos hay que aun siendo sabios pasan casi inadvertidos para la generalidad, y para conocerlos y dar con sus obras, se necesita ir á buscarlos en algún estante de bibliote

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ca. La luz, por el solo hecho de serlo, ilumina, sin que sea necesario que se nos diga dónde está, y en materia de literatura, y literatura patria, quien no es leído por la mayoría es porque no ha tenido méritos para hacerse leer.

Consumada la Independencia, los periódicos abundaron en México y las prensas trabajaron quizás como no trabajan hoy; pero si esa labor es importantísima para la historia política, es casi nula para la literaria. Esos infinitos periódicos y folletos y papeles sueltos, lo son casi en su totalidad de combate y de polémica: muchos están escritos de un modo superior; pero sus autores no los firmaban, porque en aquellas explosiones y laberintos de odios, había mucho peligro en hacerlo. En las distintas ocasiones en que se dictaron terribles leyes sobre materias de imprenta, la autoridad quedaba siempre burlada al buscar á los responsables de ciertos escritos, y quien recorra los periódicos oficiales y oficiosos, se asombrará de encontrarse con que muchísimas veces se presentaban como responsables de habilísimos artículos denunciados, no sólo ignorantes operarios de las imprentas, sino también criminales encerrados en las cárceles públicas, asalariados para el caso.

En unos y otros periódicos y papeles se hallan más o menos salteadas, composiciones, regulares algunas y buenas otras, en su mayoría anónimas ó suscritas con seudónimos ó anagramas poco descifrables: parece como que muchos de esos poetas tenían vergüenza de dar á saber que se distraían en componer versos, cuando toda la inteligencia y todo el tiempo no bastaban para luchar por las ideas y para resolver los problemas sociales ó políticos. D. José María Lafragua, hombre curioso y que sabía darse lugar para todo, formó un catálogo de autores y poetas con sus anagramas ó seudónimos, para poder conocer las obras de muchos de ellos.

Publicaciones literarias húbolas también en reducido número, y he citado en diversos capítulos varias de ellas, las más notables ó que yo conozco. Con carácter de semanarios se distinguieron El Mosaico, La Semana de las Señoritas y El Apuntador, á mi humilde juicio el mejor de todos. Seguíale en méritos, como publicación de distracción y recreo, el segundo de los nombrados; pero fué menos local, abundan en él las traducciones de artículos extranjeros y no es tan útil como El Apuntador, para darnos cuadros y fisonomías de la época. Menos sirve bajo este punto de vista El Mosaico, del que sus editores quisieron únicamente hacer una colección de amenidades curiosas é instructivas, tomadas casi todas de periódicos franceses é ingleses, referentes á descubrimientos en las artes y en las ciencias, sucesos de historia general, fenómenos naturales, procedimientos agrícolas, viajes y biografías de celebridades europeas: apenas hay allí de nacional algunas poesías y tal cual artículo. En su tiempo, sin duda disfrutó

de algún favor; en el nuestro resulta casi inútil, pues el hombre de ciencia nada encuentra allí que no sepa con mayor extensión, y el que no lo sea se fastidiaría leyendo sus viejos é incompletos extractos.

En otro género de distracciones tampoco hay mucho que apuntar: cuando la ocasión se ha ofrecido he hablado de bailes y conciertos, bien poco numerosos y frecuentes, no por falta de elementos, pues ya vimos nacer y brillar en el mismo acto del nacimiento una sociedad filarmónica capaz aun de poner en escena óperas con positivo lucimiento. Miembros de distinguidas familias, figuraban sin desdoro y con méritos reales en los coros y en las orquestas, que con facilidad se improvisaban para fiestas religiosas ó benéficas. Pero por una parte las continuas revueltas políticas, y por otra la inseguridad pública dentro y fuera de la ciudad y aun en las más céntricas calles, favorecían poco cualquier género de reunión.

En cuanto á paseos, el Nuevo ó de Bucareli, y el de la Viga, en la Cuaresma, largas temporadas veíanse abandonados por temor á su relativa lejanía del centro: por acercarse más á él vióse más favorecida la Alameda, obra del buen D. Luis de Velasco, hijo. En tiempo de éste fué sólo un cuadrado que no pasaba de la línea comprendida entre los templos de Corpus Christi y San Juan de Dios, quedando entre ella y San Diego la plaza del Quemadero. Destruído éste y prolongado el paseo, el Conde de Revilla Gigedo lo mejoró tanto, que, satisfecho y encantado de su obra y queriendo que sirviese de estímulo para mejorar la decencia pública, prohibió la entrada en la Alameda á toda clase de gente de manta ó frazada, mendigos, descalzos, desnudos é indecentes: en esos atrasados años la Alameda estuvo cerrada con un enverjado de madera, sostenido por ochenta y nueve pilastras de cinco varas de alto y una en cuadro, en el lado del Norte; ochenta y siete en el del Sur, y setenta y ocho en los de Oriente y Poniente. Después de la Independencia se la rodeó con un foso y cerco de mampostería con asientos por la parte de adentro, y en sus cuatro ángulos se colocaron las puertas de hierro que cerraban en la Plaza de Armas el recinto reservado al pedestal de la estatua ecuestre de Carlos IV.

Medía el paralelógramo quinientas cuarenta varas de largo por doscientas sesenta de ancho, y sus distintas calzadas ó calles lo dividían en veinticuatro prados triangulares, con la dotación de mil seiscientos árboles, entre los que había fresnos, sauces, álamos, pirú y patoles ó colorines. La fuente principal era de estrambótica y pesada construcción, con una mala estatua de la Libertad y cuatro leones en la base del pedestal: las seis restantes eran sumamente sencillas: cuatro de ellas llevaban los nombres de las estatuas mitólogicas que les servían de adorno: la del Portillo de San Diego se llamaba de Hércules, la de la Acordada, del Tritón; la cercana al Puente de San Francisco, de Arión, y la que salía al Puente de la Mariscala, de Ganimedes.

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