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de su celo, con que atesoran cada día las riquezas de innumerables almas en los tesoros de la Iglesia, sin olvidarse, como fieles vasallos, de los haberes reales."

Hasta aquí la carta de D. Pedro Urrutabisqui, escrita á Su Majestad.

Quién no pensará que tan calificados informes como los que llevo dichos, y que iban más difusamente tratados en los papeles del Visitador, acrisolados y acendrados en otro crisol y fuego diferente de las bocas y lenguas que escogió por elección propia el Gobernador de los Llanos, no habían de haber aquietado el ánimo del Arzobispo y sosegado su dictamen, para desistir de la materia como de impuesto falso; pero, permitiéndolo Dios así, por sus secretos fines, estuvo tan lejos de aquietarse con los informes del Visitador, que no dejó piedra por mover para molestarnos y afligirnos; no dudo que le movería quizá el celo por la gloria de Dios, pero es muy sospechoso el celo que tiene resabios de capricho, y que se opone al torrente de los advertidos y prudentes, por sólo el dicho é informe de un apasionado genio, como era el del Gobernador. Pero como este punto es largo de referirlo, será bien hacer capítulo aparte para tratar de él, y veremos las vejaciones que el señor Arzobispo nos hizo, de las cuales le tocó buena parte al Visitador eclesiástico.

CAPÍTULO IX*

PROSIGUE LA MATERIA DEL PASADO; DOLOR Y SENTIMIENTO GRANDE
QUE MOSTRÓ EL ARZORISPO DE SANTAFÉ, POR NO HABER SALIDO
LOS INFORMES COMO PENSABA, Y LAS MUCHAS VEJACIONES
CON QUE MOLESTÓ Á LOS NUESTROS.

Luego que el sobredicho Juez eclesiástico presentó los autos al señor Arzobispo, como resultado de la visita, para que los viese v reconociese, mostró claramente el Ilustrísimo la intención y designios que gobernaban su interior. No se puede fácilmente ponderar la turbación de ánimo que manifestó entonces, pues recorridos uno por uno los papeles, y cubriéndose su rostro, con la novedad del caso, de aquella severidad y encapotado ceño que suele arrojar el corazón en un caso adverso y no esperado, y que provoca á indignación y rabia, se quedó despavorido y atónito, viendo que venían en los papeles informes muy contrarios en un todo á los que por ventura esperaba ; la causa de esta turbación y temor que manifestó entonces, fué, según se discurre, y manifestó el efecto, el yerro que se había cometido, poniendo en tela de juicio á la Compañía, sin autoridad para ello, ó porque al ver tan manifiesta y clara la inocencia de ésta, temió que viniese un rayo

la

del Consejo por tan injustas opresiones con que la habían molestado; revolviendo entonces su zaña contra el Visitador, dió por nulos los autos y los mandó quemar, porque, dijo, había extralimitado la autoridad de Juez, y lo multó con pena pecuniaria por los decretos que había dado, con los cuales hubo de manifestar y declarar la inocencia de la Compañía, el buen nombre de ella, y de los misioneros, tan infamados antes. Formaron no obstante los nuestros querella de tan injusta y perjudicial sentencia, como que había dado mandando quemar los autos, porque sentían sobremanera que se hubiesen de entregar al olvido testigos tan irrefragables y auténticos, que hablaban en nuestro abono, pues como miraba la Compañía que andaba su fama en boca de tantos que la despedazaban con sus lenguas á cada paso, y como sabía también cuán necesario es el escudo de la reputación y buen nombre, para los sagrados ministerios en que se emplea, no pudo menos que sentir tan inconsiderada resolución. Por esta causa, como advirtiesen los Superiores que se perdía tiempo en recurrir á su Ilustrísima, quien parecía que se había empeñado en oponérsenos, apelaron á la Real Audiencia de Santafé, según la práctica de estas Indias, pidiendo con toda instancia que se sirviese su Alteza enviar un exhorto al Arzobispo, en nombre de nuestro Católico Rey, para que no destruyese aquellos autos, atento á que habían formado en tela de juicio, sino que los manifestase á la Compañía para que se comprobase, si era necesario, por lo que á ella le pertenecía, lo que se debía comprobar, que por lo menos no se quemasen los papeles, como quería Su Ilustrísima y había decretado ya.

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se

Así lo hizo la Real Audiencia, enviando un exhorto al Arzobispo, según la petición de los nuestros, pero estaba el buen príncipe tan cerrado en su parecer, y tan empeñado en sus designios, que se resistió al exhorto; y viendo esto el Procurador de la Provincia y misiones, recurrió con la misma petición al Tribunal del mismo Arzobispo, pidiendo con gran viveza de razones, que podían convencer al juicio más obstinado, que se sirviese Su Ilustrísima mandar que no se quemasen los papeles, sino que antes bien mandase Su Señoría se diese un público y jurídico testimonio de la verdad que había en ellos; mas ¡oh dolor! y cuán indigna respuesta se dió entonces á petición tan justa, y cuán ajena también del piadoso Tribunal! La respuesta que se dió á la Compañía fué condenarla, en este juicio, á perpetuo silencio, y amenazar á su Notario con pena pecuniaria, si fuese osado de recibir en adelante semejantes peticiones de los Jesuítas para ponerlas en juicio; sentencia verdaderamente inícua y que horroriza al escribirla, por el perpetuo silencio con que cerraba las puertas por todas partes al inocente para su defensa propia, y

para que pudiese recurrir al Superior Tribunal, con los papeles que tan justamente pedía y tan injustamente se le negaban, y que eran los instrumentos y testigos que hablaban en su defensa.

Bien pudiera el señor Ilustrísimo reflexionar en esta ocasión, para mirar con otros ojos á la Compañía, lo mucho que ésta trabajaba y había trabajado antes, lo cual descargaba su conciencia, y si faltaban las razones que le persuadiesen á esto, por estar inícuamente ocupadas las lenguas en despedazar su fama, podía poner los ojos en lo que era patente á todos, y no lo podía ignorar, sino cubriéndolos con aquel velo oscuro que sabe tejer la envidia y cortar la emulación; pudiera ponerlos, digo, el Ilustrísimo en aquellos confesonarios y púlpitos, en los Hospitales y cárceles, en los colegios y cátedras, en los cuales sudaba su entendimiento, se labraba su espíritu, y se abrasaba su celo por el bien de las almas. Pudiera reparar siquiera en aquellas plazas y calles en donde resonaba el Evangelio, y por donde cruzaban como fieles ministros de Dios y verdaderos hijos de la Compañía, de día y de nohe, sin descanso, y á pesar de los ardores del sol é inclemencia de los tiempos, en busca de los desvalidos y pobres, para ayudarles á bien morir, y confesarlos; bien pudiera también, si quisiera, mirar atentamente los sudores, y aun la sangre que habían derramado los nuestros, en las arenas del Orinoco, por extender la fe; pero preponderaron á todo esto aquellos conceptos errados en los cuales estaba imbuido, y que saben ofuscar la verdad y aun la razón, y no le daban lugar para mirarlo, ni menos para inclinar su voluntad hacia la Compañía de Jesús.

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No fué menor que la tempestad que queda dicha, aunque tan sensible y grande, otra horrible y deshecha que se levantó contra nosotros, casi á los primeros pasos de la llegada á las Indias, por el sobredicho príncipe, quien no pudo disimular á las primeras vistas la natural aversión que nos tenía, como lo mostró en breve. Borrasca fué ésta de las mayores y más horribles que nos combatieron en este Reino, porque conjurados los vientos por todas partes, se vió fluctuar al Arzobispo en las ondas que amenazaban arruinar la nave de esta Provincia, y en especial el Colegio máximo de Santafé, sin más reparo para su defensa y para librarle del naufragio, que la áncora de la esperanza en la Providencia de Dios.

Tratábase por ese tiempo la causa de la nulidad de los votos y profesión de un hijo de la Compañía, que, olvidado ingratamente de su madre, de los dolores con que le dió á luz, de los afanes y trabajos con que le había criado y le dió el ser, no dudó de tomar las armas contra su madre propia, salir á campaña y hacerle la guerra. Llamábase este sacerdote Gabriel Alvarez, quien mal

contento con el retiro de los claustros y suspirando por las cebollas de Egipte, determinó volverse á éste, no obstante la profesión de cuatro votos á que estaba obligado. Para poderlo hacer alegó este Padre nulidad de los votos, causa que se puso en litigio, y para la cual se eligieron Jueces asesores, según la determinación del Concilio. Mas como no se hubiese decidido el punto por los Jueces porque estaban por una y otra parte iguales los votos, le dió por desobligado el Arzobispo de la tal obligación y profesión, con amplia facultad para quedarse en el siglo y vivir en su casa como seglar.

No paró en esto la resolución de Su Ilustrísima, ni se dió por contento, antes bien, sabiendo que dicho Padre había hecho renuncia liberalmente á favor del Colegio máximo de más de cien mil pesos, juzgó que debía y estaba obligado este Colegio, por la vía ejecutiva, á restituirlos y volverlos, sin que faltase un maravedí. Ya se deja entender el quebranto indecible que con tan inconsiderada resolución recaería en los Superiores, y más en aquellas circunstancias, en que sobre estar atrasado como lo estaba el Colegio, tenía que mantener las misiones á sus expensas; hubo de exhibir no obstante nuestro Colegio tan considerable suma, sin perdonar, para dar cumplimiento á lo sentenciado, ni aun las alhajas y vasos sagrados de la iglesia. No quiero omitir un caso que se tuvo por prodigioso, y que sucedió en ese tiempo y circunstancias, y es de la manera que sigue:

Como se viesen los nuestros tan apretados por todas partes para entregar aquella suma, fué necesario, como dije, valernos de las alhajas de plata de las que servían en la iglesia; había, entre otras piezas de valor, un relicario grande de plata con sus vidrieras, en el cual estaba la cabeza de San Fortunato mártir, patrón de este Colegio; pues como intentasen los nuestros desbaratar el relicario para que esa plata fuese parte de la paga, no pudieron conseguir, por más esfuerzos que hicieron, sacarla de su lugar y desquiciarla del asiento en que la dejó el artífice, como si fuese una sola pieza el metal y cristales; por lo cual no se atrevieron á porfiar por sacarla, dejándola del modo que estaba, v permanece todavía en este Colegio.

Pero volviendo á lo que iba diciendo, parece que se habían de haber dado por satisfechos con la sentencia dicha, y la enterada paga, tanto el señor Ilustrísimo como el Padre Gabriel; pero estuvieron tan lejos de compadecerse de la Compañía en tan desmedidos quebrantos, que así uno como otro, apretaron segunda vez los cordeles, para atormentarla y afligirla, como si lo hicieran de apuesta; hizo otra nueva petición al Arzobispo el sobredicho Padre Alvarez, dictada por su pasión, y tan injusta como suya; pidió á Su Ilustrísima que le pagase también nues

tro Colegio, sobre la cantidad dicha, todos los réditos correspondientes en los años que había estado en nuestro poder aquella suma. Admitió el buen Arzobispo, con los brazos abiertos y con sereno rostro, esta segunda petición, mucho más injusta que la primera, y sobremanera intolerable; aprobó sus intentos, y lo concedió por más de lo que pedía el Padre, pues respondió que no por la vía ordinaria como pedía el Padre, sino que estaba obligado el Colegio á pagar luego al punto $16,200 como réditos que correspondían al capital.

A esta decisión tan disonante se resistió, alegando su derecho, el Colegio, presentando algunas peticiones para su defensa, pero el despacho que tuvieron fué, poner el Arzobispo perpetuo silencio á los nuestros, para que no fuesen osados á tratar de la materia jamás, ni pareciesen en su Tribunal semejantes peticiones; multó asimismo á su Secretario, con pena pecuniaria, si permitía en algún tiempo que llegasen las dichas peticiones de la Compañía á sus manos: así se atropellaba la inocencia, y levantaba su bandera una pasión armada contra quien no podía defenderse, por arrebatarle de las manos las armas con que rebatía los golpes.

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Pidió no obstante nuestro Colegio que se le concediese por lo menos una declaración jurídica delante de testigos, sobre el tal decreto que había dictado Su Ilustrísima, y ni aun esto quiso concedérsele, antes bien, hizo todo el empeño posible para que la tal declaración no se concediese jamás; con lo cual, cerrándonos la puerta por todas partes para la defensa propia, se la dejó del todo abierta á la parte contraria, para que pidiese y repidiese, se ́gún su arbitrio, y lo que le inspiraba la pasión.

De esta manera andaba entonces esta barca agitada por todas partes de furiosos vientos y tempestades, por las calumnias y los odios, cuando se lloraba ya la muerte del Padre Loberzo á manos de los Caribes, lo cual sucedió al fin, como lo recelaban los Superiores, después de la relación del Padre Manuel Pérez, de que se habló arriba, y á cuya preocupación no se pudo dar oportuna providencia, por el disturbio dicho, que levantó contra las misiones el Gobernador de los Llanos. Pero antes de pasar á tratar de la feliz aunque cruel muerte, que cortó la vida en el Orinoco á este fervoroso misionero, será bien saber el fin del Padre Alvarez, para que no quede suspenso el ánimo del lector, y quejosa la curiosidad de los que deseen saberlo.

Ya había conseguido este Padre cuanto le inspiraba su deseo en el mundo, con la protección del Arzobispo de Santafé. Vióse bien abastecido de comodidades en su casa, con riquezas adquiridas, como arrebatadas por fuerza, de la mano de la misma madre, la Compañía de Jesús, sin compadecerse de ella; pero cuando

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