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feccionaron el sistema absolutista, transformando de paso el carácter de la nación. Habían sido los españoles hasta Fernando V, un pueblo franco, generoso, tolerante, amigo de la libertad y del trabajo; y transformáronse bajo la casa de Austria en un pueblo adusto, desconfiado y desdeñoso de las ocupaciones que proporcionan la riqueza por medios lentos, pero seguros. Todas las virtudes que habían tenido, por la fuerza de la exageración se volvieron vicios. Su lealtad caballeresca al Rey hízose sumisión sin límites, su espíritu religioso se hizo fanatismo, la conciencia de su antigua superioridad se hizo soberbia, y se reconcentró en el alma de aquel pueblo singular toda la amargura del presentimiento de su ruina, con toda la desesperación de la impotencia para conjurarla. Creyendo que sus descalabros provenían de los reveses de la guerra, no pensó más que en el ejército, y siendo el Rey el primer soldado, fueron por vocación y por instinto soldados todos sus súbditos. La casa de Borbón, que sucedió á la de Austria, era más adecuada á estimular que á modificar estas ideas. Entró Felipe V á España disputando la corona con la espada, y prosiguieron sus herederos en la misma actitud belicosa por razón de compromisos dinásticos y combinaciones políticas. Y habiendo comenzado el Uruguay sus primeros pasos de nación civilizada bajo los auspicios de Felipe V, dicho se está que soportó todos los defectos anexos á la época en que se elevaba á ese estado social.

Nacimos á la civilización, empero, dando un gran paso en el orden del progreso. De la sociabilidad charrúa al despotismo español, hay tal grado de adelanto, que sólo la permisión misteriosa de la Providencia pudo hacer que saltáramos en ochenta años esa enorme distancia. Para llegar

á lo que eran, habían pasado los españoles por distintas dominaciones en Europa, habían sido romanos, godos y árabes; emancipándose al fin de esta última tutela después de siete siglos de guerra. Generaciones enteras habían sucumbido sin saber cuál debía ser el fin de tantas angustias, y pueblos y regiones florecientes habían caído, vuelto á nacer y hundídose de nuevo sin el consuelo de una esperanza á este respecto. El Uruguay, más favorecido que ellos, vió asomar la conquista española en sus playas, y contempló cómo se detenía por dos siglos en los límites de la más parsimoniosa posesión de un pequeño espacio territorial. Repentinamente reaccionó el conquistador contra aquella conducta, haciendo rostro á todos los obstáculos, y entonces en ochenta años dominó la tierra, entrando vencedores y vencidos al goce común de la civilización nueva. Pero esta civilización, es necesario confesarlo, podía haber sido más fructífera de lo que fué. Un poco más de libertad en el comercio y en la vida civil, habría dado mayor incremento á las ventajas que se buscaban. Hasta puede notarse que en el balance de las utilidades que nos proporcionó la dominación española, no todo son ganancias. Eran los indígenas uruguayos, por ejemplo, un pueblo navegante, y la conquista, en vez de estimular esa propensión, la mató, dejándonos sin afición á ese arte que forma el engrandecimiento de las naciones y cimenta su libertad.

Dependió esto, de que no fueron habitantes de las costas españolas el mayor número de los que se poblaron en nuestro territorio: y de que el tráfago marítimo estaba prohibido por las leyes. Venían las inmigraciones de las aldeas interiores de Galicia, de las montañas de Asturias

y

de la parte menos socorrida de Canarias, y aunque algu

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nos individuos trajeran aptitudes marinas, encontrábanse aquí sin medios de ejercitar su natural propensión. Cerrados los puertos á todo tráfico, el barco no tenía misión ni representaba utilidad; por manera que se prefería la explotación de la tierra en el interior del país, fijándose para siempre en su heredad el labrador y su familia. Después que la corriente del trabajo se había formado en aquella dirección, decretáronse algunas franquicias abriendo los puertos al comercio y suscitando el estímulo para las empresas de mar. Pero esto llegaba tarde, y cuando estaba formado el espíritu industrial de las poblaciones, si bien aptas para explotar el suelo y sus rendimientos, incapaces para complementar dicha iniciativa buscando el intercambio entre los riesgos de navegaciones más ó menos largas. Hacia el reinado de Carlos III, que fué la época en que aconteció la transformación indicada, pensábase seriamente en la Metrópoli sobre los medios de aumentar la marina, haciendo de España una potencia de ese orden. Á no ser la política errada del monarca, que expuso sus armamentos navales á ser blanco de la enemistad europea, el designio se habría conseguido, y la suerte de los pueblos del Plata habría cambiado en cuanto al desarrollo comercial. Pero una vez que fracasó el pensamiento, las cosas quedaron en su anterior estado, no dando ocasión á sacarlas de propiedad tan mezquina el movimiento producido por las transitorias franquicias del último tercio de la dominación española.

En cambio, la población de los desiertos territorios uruguayos se llevó á cabo con persistencia, y sobre la base de una red de establecimientos completamente estratégica. Los primeros pueblos, á contar de la época de Zavala, se fundaron con el fin de hacer rostro á las invasiones portu

guesas y á los asaltos de las tribus aborígenes. Á cada entrada que los portugueses hacían en el país, seguíase la fundación de algún fuerte sobre la parte más culminante del camino que habían tomado: poco á poco iban arrimándose allí familias de colonos, y por último nacía un pueblo. De la misma manera aconteció con los indígenas, que ora vencidos militarmente, ora sometidos de buen grado, se iban extendiendo por el país al abrigo de localidades señaladas de antemano. Más tarde, el crecimiento de la población y las influencias del clero parroquial, contribuyeron á que se formaran algunos centros urbanos y rurales en parajes adecuados á la industria ó al comercio; pero su origen propio no les secuestraba á las precauciones de la estrategia. Con este procedimiento, asemejábase la estructura interna del país, más bien á un campamento formidable, que á la reunión arbitraria de los habitantes de una nacionalidad. Se comprende sin esfuerzo, que si ello era beneficioso y lo es aún para facilitar la defensa del territorio nacional, estimulaba siempre las propensiones guerreras que presidieron á nuestra civilización. El habitante de los pueblos, por razón de la inseguridad en que vivía, era á la vez agricultor y soldado: debía cultivar la tierra para proporcionarse el sustento, y defenderla con las armas para repeler al enemigo. Así creció una raza militar, bajo los auspicios de un gobierno soldadesco, con planes y vistas naturalmente belicosas, vagando entre las opuestas tendencias del trabajo y la guerra.

Al rededor de esta población fija, formóse otra que puede llamarse nómade por la inquietud permanente en que vivía. De entre ella se reclutaron los primeros gauchos, cuyo número aumentó rápidamente. No eran menos

apropiados éstos que los labradores para conservar vivos los instintos guerreros de la raza, puesto que su condición andariega les ponía más de continuo sobre el rastro de trances y empeños difíciles. Con escasas necesidades de manutención y vestido, corrían los campos, batiéndose entre sí, ó buscando querellas con los pobladores fijos. Solían servir como peones en las estancias, y daban buen número de soldados á los cuerpos de caballería que hacían la guarda de la frontera. Las autoridades y los grandes propietarios les trataban con dureza, y ellos sólo obedecían por el rigor del castigo; no porque les desagradase el servicio militar ó ciertos trabajos de campo, sinó porque odiaban la sujeción y el método en las cosas de la vida. Para gobernar á estas gentes, había en la campaña jueces comisionados que hacían oficio de comisarios de policía, y que en muchas ocasiones empeñaban serios combates á fin de reprimir la audacia de los que se alzaban en cuadrillas ó ganaban los bosques perseguidos por la justicia. Por todos lados, pues, se respiraba una atmósfera de guerra en el Uruguay, y la inmensa mayoría de sus habitantes no tenía idea de que la autoridad pudiese representarse sin el uniforme del soldado.

De aquí resultó que el país fué mirado como un establecimiento de guerra, y pronto se notaron las consecuencias de esa manera de pensar. El Río de la Plata tuvo dos capitales: Buenos Aires era la capital política; Montevideo la capital militar. Con esto se fomentó el orgullo del valor personal, que tan ciegamente debía conducir por largos años á los uruguayos á locas empresas, creyendo que la valentía era el único y más grande título de un pueblo. La importancia que antes había tenido el soldado por la natu

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