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toda su brigada al campamento del belicoso cura, que había cambiado la sotana por la casaca militar, sin que por lo demás le impusiera la Iglesia castigo alguno, por lo que le parecía sin duda un delito insignificante. Una vez consumada la defección de la brigada Castillo, convinieron los cabecillas en reconocer como jefe superior de la revolución á D. Antonio Haro y Tamariz, el mismo que pocos meses antes se había adherido á Comonfort firmando el Convenio de Lagos. ¡Cuán atinado había estado, en efecto, Vidaurri al recomendar á Comonfort que no se fiara de ese individuo, ni entrara en arreglos con los demás jefes del corrompido ejército permanente! Haro y Tamariz entró en Puebla el 22 de Enero de 1856 á la cabeza de las fuerzas reaccionarias, pero sus triunfos no habían de pasar de allí, en vista de que Comonfort sabía desplegar para la guerra la energía y firmeza de propósitos que le faltaban en política. A pesar de la escasez de recursos, logró el Presidente organizar en pocas semanas un ejército de doce mil hombres, compuesta en parte de tropas de línea y en parte de guardia nacional, que iba á recibir el bautismo de fuego por la causa de la libertad. Antes que terminara el mes de Febrero, la fuerza del Gobierno estaba ya en marcha; el día 8 de Marzo se libró á los revolucionarios la batalla de Ocotlán y tras una prolongada lucha que siguió á esa batalla, tuvo que capitular la Ciudad de Puebla el día 22 de Marzo, exactamente dos meses después del pasajero triunfo de las huestes reaccionarias. Los cabecillas del movimiento revolucionario, se habían puesto á salvo oportunamente, y en cuanto á los demás jefes y oficiales, especialmente los que habían defeccionado del ejército, en vez de ser pasados por las armas, no fueron condenados más que á servir tres años de soldados rasos, castigo que pareció excesivo á los conservadores y que les fué condonado á los culpables poco tiempo después, dándoles así oportunidad para rebelarse de nuevo; lo cual no dejó de hacer, en efecto, gran parte de ellos, causando nuevos gastos al Gobierno y nuevo derramamiento de sangre.

CAPITULO III.

EL CONGRESO CONSTITUYENTE.

Los sangrientos acontecimientos que se acaban de referir, no alcanzaron á impedir que se llevaran á efecto las elecciones para el Congreso Constituyente, y que éste inaugurase sus sesiones el día 18 de Febrero de 1856. Faltaríamos á la verdad histórica, si dijéramos que la mayoría del pueblo había acudido con plena confianza á las urnas, para designar á sus representantes, y que las elecciones se habían verificado estric tamente conforme á las disposiciones de la ley, basadas en el sufragio universal. Tal resultado no se hubiera podido obtener, aun cuando las autoridades lo hubieran deseado formalmente, en vista de que la inmensa mayoría del pueblo carecía de la instrucción necesaria. No era esto por lo demás lo único que se oponía al resultado que se buscaba, sino el hecho de que á los partidos les faltara la disciplina y confianza mutua en la rectitud de los contrarios, indispensables para la lucha pacífica; y, en fin, faltaba á la nación una organización adecuada, puesto que la administración pública, en lugar de emanar de la iniciativa individual, conservaba aún todos los caracteres jerárquicos que había heredado de los gobiernos coloniales. Comonfort dijo de buena fe que el Gobierno se había abstenido de influir en las elecciones, y esto era cierto en cuanto al Gobierno Federal; pero no en cuanto á los gobiernos locales, que habían arreglado las cosas á su gusto y que eran tanto más independientes, cuanto mayor era la distancia que los

separaba de la capital; facilitándoles el trabajo electoral el retraimiento casi general del partido conservador.

No obstante esas circunstancias, puede asegurarse que el Congreso constituyente representaba con bastante fidelidad la opinión pública de aquella época. Para que esto se comprenda, hay que recordar, que la revolución contra Santa Anna había sido general y que había tenido un carácter bastante popular. Los caudillos revolucionarios salidos en su mayor parte del pueblo y no como antes de entre los militares -eran por lo general adictos al sistema federal y se habían apoderado del gobierno de los Estados, con el propósito de convertir en un hecho la soberanía de cada una de las que empezaron á considerarse como entidades federativas, limitándose el Gobierno central á reconocer á los nuevos gobernadores en los puestos que habían conquistado. Las elecciones para el Congreso constituyente se llevaron á efecto pocas semanas después del triunfo de la revolución, y como las autoridades, que eran realmente de origen popular, estaban recién instaladas, hay motivo para suponer que las personas que fueron elegidas bajo su influencia, representaran efectivamente la opinión pública.

Pero se preguntará ¿qué cosa es la opinión pública? ¿quién la representa? ¿cómo se manifiesta? Desgraciadamente hasta ahora no ha podido contestar ningún sociólogo satisfactoriamente á esas preguntas, ni se ha podido resolver en la práctica la cuestión á que esas preguntas se refieren; de lo cual da testimonio el que no haya actualmente una sóla nación plenamente satisfecha con su sistema electoral. Ya sabemos que no conviene sumar indistintamente los votos, sino que deberían pesarse en lugar de contarse, pero ¿cómo hacerlo? ¿Deberá tomarse en cuenta la instrucción, la propiedad ó la posición de los ciudadanos? Todos esos son indudablemente factores que deberían tomarse en consideración, pero hasta qué grado y en qué forma, son los problemas que aún están por resolver.

El que no se pueda dar una definición exacta de lo que es la opinión pública, no significa por cierto que no exista, antes

bien, sentimos todos su influencia. Sabemos además perfectamente que el hombre ilustrado, el inteligente, el patriota, el honrado y el entusiasta, contribuyen notablemente más á la formación de esa fuerza social, que el ignorante, el egoista, el indiferente ó el holgazán. Pues bien: esa fuerza que algu nas veces duerme, pero que no muere sino con el pueblo, que entra en mayor ó menor actividad según las circunstancias, fué la que en un momento de exaltación patriótica y liberal, derrocó al tirano y eligió sus representantes á un Congreso destinado á constituir á la nación conforme á los principios democráticos.

No tenían nada de favorables los auspicios bajo los cuales inauguró sus trabajos el Congreso constituyente; exacerbadas como estaban las pasiones de los partidos, exhaustas las ărcas públicas, la fiebre revolucionaria en alto grado de ebu. Hlición y la traición asomando por todas partes. El Presidente Comonfort abrió las sesiones con un breve discurso, en que decía que las promesas de la revolución habían sido cumpli das, estando él resuelto á hacer hasta el sacrificio de su vida por salvar la situación. Se refirió en seguida á la vergonzosa defección de una parte del ejército, y á los esfuerzos de la reacción por derrocar el orden establecido, concluyendo por asegurar, que con la misma lealtad con que había sostenido el Plan de Ayutla, sostendría al Congreso constituyente.

El Presidente del Congreso Don Ponciano Arriaga, contestó con un discurso tan breve como el anterior, pero en el cual se encontraba un párrafo que se hacía notable porque expresaba con fidelidad el estado de ánimo en que se encontraba el pueblo honrado y trabajador. Decía así:

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"Por espacio de muchos años el pueblo mexicano, sufriendo resignado todas las tristes consecuencias de la guerra civil, las estorsiones del despotismo, los males de la anarquía, las calamidades del aspirantismo y de la mala fe de sús mandarines, ha dicho en lo más íntimo de su esperanza: .... “Algún día llegarán al poder hombres de honor, de moralidad y de conciencia: algún día serán cumplidas las promesas y respetados los juramentos: algún día las ideas serán hechos y la

constitución será una verdad."

¿Ha llegado este día?

....Los presentimientos del pueblo son una revelación providencial. ....El pueblo cree. .... El pueblo espera.

. Por el honor de la causa liberal, no burlemos su fe, no hagamos ilusoria su postrera esperanza."

Vamos á ver ahora como habían de cumplirse esas esperanzas, que el pueblo aun creía poder abrigar.

Empezó el Congreso sus trabajos con el nombramiento de comisiones, siendo naturalmente la más importante, la que debía presentar un proyecto de Constitución, para la cual fue. ron nombrados los Señores Arriaga, Yáñez, Olvera, Romero Díaz, Cárdenas, Guzmán y Escudero y Echanove.

En vista de que habían de pasar algunas semanas ó meses, antes de que esta última Comisión pudiera presentar su dic. tamen, procedió el Congreso á fijar su atención en asuntos, que para el presente estudio basta con mencionar, como fueron la revisión de los actos de Santa Anna, la campaña contra los reaccionarios en Puebla, etc.; pero en la sesión de 15 de Abril, se dió principio á la discusión de la serie de refor. mas políticas que el partido liberal tenía preparado ó en vía de ejecución, cuando la Comisión respectiva presentó el dictamen recomendando la ratificación de la llamada "Ley Juárez," á que antes nos hemos referido, expedida por el Gobierno de Don Juan Alvarez y que suprimía en parte el fuero eclesiástico y por completo el fuero militar. En la parte expositiva del mencionado dictamen, sobresalían por su importancia los siguientes conceptos:

"El principio consignado en la ley, es un gran paso hacia la igualdad social, pues que la abolición del fuero civil en cuanto á los eclesiásticos, y del civil y criminal por delitos comunes en cuanto á los militares, es la satisfacción de dos necesidades que reclaman, no sólo la consecuencia con los principios democráticos, sino las circunstancias particulares de nuestra sociedad; á la que ha servido de constante rémora para sus adelantos, la preponderancia de las citadas clases.

"Fuera de que cualquiera exención es una injusticia y un constante amago á las garantías individuales, cuando el en

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