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ca” al tratar las cuestiones referentes á las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El Nuncio Apostólico Monseñor Meglia, ́que llegó á México en Diciembre de 1864, traía una carta del Papa en la cual éste se quejaba amargamente de la "inicua ley llamada de reforma," manifestando la esperanza de que ésta fuera derogada y devuelto su patrimonio á la Iglesia. El Emperador á su vez propuso un arreglo precursor de un concordato cuyas bases principales serían: la tolerancia religiosa con protección especial á la Iglesia Católica; cesión de bienes de la Iglesia al Estado, con obligación de éste, de pagar á los Ministros del culto; y en fin, concesión al Emperador de iguales derechos, que aquellos de que habían gozado los reyes de España en América. El Nuncio no quiso aceptar las proposiciones del Emperador y en vista de haber manifestado que carecía de instrucciones, el Emperador resolvió la cuestión de propia autoridad, dirigiendo una carta al Ministro Escudero, en que le recomendaba que propusiera desde luego las medidas convenientes, para que los intereses legítimos creados por las leyes de reforma, quedaran asegurados y que obrara "conforme al principio de amplia y franca tolerancia, teniendo presente que la religión del Estado, es la católica, apostólica romana.” Poco tiempo después se publicaban dos decretos, de los cuales el primero decía:

"Art. 1o El imperio protege la religión católica, apostólica, romana, como religión del Estado.

"Art. 2o Tendrán amplia y franca tolerancia en el territorio del imperio, todos los cultos que no se opongan á la moral, á la civilización, ó á las buenas costumbres. Para el establecimiento de un culto se recabará previamente la autorización del gobierno.

"Art. 3o Conforme lo vayan exigiendo las circunstancias, se expedirán los reglamentos de policía para el ejercicio de los cultos.

"Art. 49 El Consejo de Estado conocerá de los abusos que las autoridades cometan contra el ejercicio de los cultos y contra la libertad que las leyes garantizan á sus ministros."

El otro decreto disponía que el Consejo de Estado quedara

encargado de la revisión de los asuntos referentes á la nacionalización de los bienes de la Iglesia, bajo el concepto que se respetarían los títulos legalmente adquiridos.

Al restablecerse el orden constitucional después de la caída del llamado Imperio en el año de 1867, estaban por lo tanto en vigor las disposiciones más esenciales de las leyes de reforma y nomás faltaba darles un carácter más formal y permanente, incorporándolas á la Constitución política de la nación. Esto se llevó á efecto pocos años después por medio de un decreto fechado el día 25 de Septiembre de 1873, que dice como sigue:

"Sebastián Lerdo de Tejada, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, á todos sus habitantes sabed: Que el Congreso de la Unión ha decretado lo siguiente: Son adiciones y reformas á la misma Constitución:

Art. 1o El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El Congreso no puede dictar leyes estableciendo ó prohibiendo religión alguna.

Art. 2o El matrimonio es un contrato civil. Este y los demás actos del estado civil de las personas, son de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por las leyes, y tendrán la fuerza y validez que las mismas les atribuyan.

Art. 39 Ninguna institución religiosa puede adquirir bienes raíces ni capitales impuestos sobre éstos, con la sola excepción establecida en el art. 27 de la Constitución.

Art. 4o La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen, sustituirá al juramento reli. gioso con sus efectos y penas.

Art. 5o Nadie puede ser obligado á prestar trabajos personales sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento. El Estado no puede permitir que se lleve á efecto ningún contrato, pacto ó convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida ó el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de trabajo, de educación ó de voto religioso. La Ley, en consecuencia, no reconoce órdenes monásticas, ni puede permitir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación ú objeto con que pretendan erigirse. Tampoco puede admitir convenio en que el hombre pacte su proscripción ó destierro."

VI.

LA REFORMA COMO MEDIDA POLITICA.

Es un hecho suficientemente comprobado por la experiencia histórica, la especulación filosófica y las enseñanzas de la etnología moderna, que en el desarrollo de la humanidad, el perfeccionamiento social va invariablemente acompañado de una marcada tendencia á separar las ideas políticas de las ideas religiosas. Remontándonos á las épocas prehistóricas, se nos presenta el hombre que generalmente llamamos "primitivo," es decir, aquel que estando ya bastante adelantado en su desarrollo, para tener aproximadamente nuestras mismas facultades intelectuales, no ha adquirido todavía nuestros mismos conocimientos; respecto al cual comprendemos sin mucho esfuerzo de imaginación, que debe haberse sentido más débil y desamparado, frente á los fenómeños de la naturaleza que nos rodea, que el hombre civilizado de nuestros días. En esas condiciones, el sentimiento que llamamos religioso, producido por la conciencia de la impotencia, debe haber ejercido una influencia decisiva en la mente y acciones del hombre, induciéndolo á personificar los fenómenos ó fuerzas elementales y sorprendentes de la naturaleza, tales como el sol, el fuego, la lluvia, el viento, etc., naciendo de esta personificación la idea de los dioses. Es igualmente natural, que á esos supuestos dioses se les temiera al mismo tiempo que se les estimaba y admiraba. El agua riega y fertiliza los campos, pero también produce devastadoras inundaciones; el

fuego calienta el hogar y ayuda á preparar los alimentos, pero también es causa de voraces incendios; el sol en fin, hace madurar las semillas, pero ocasionalmente es un elemento destructor, abrasando ó secando las plantas.

Dominado por esas impresiones, el hombre aspiraba á comprender algo del carácter de esos poderes, que á él le parecían seres sobrenaturales; de hacer pactos con ellos, para librarse de sus iras y hacerse digno de sus favores. Los hombres más hábiles de la tribu ó nación, sabían aprovechar esa propensión: ellos pretendían estar en relación con los dioses, aplacar su furor, atraer su benevolencia. Esta es la clase sacerdotal que se forma y preside al nacimiento de la sociedad.

No significa esto que consideremos á los primeros sacerdotes únicamente como embaucadores astutos, que abusaran por puro egoísmo de la candidez de sus semejantes, siendo evidente que sin prestar verdaderos servicios su posición no hubiera sido sostenible por mucho tiempo, y por otra parte nos dice la historia, que la clase sacerdotal se componía por lo general, en su origen-no obstante muchos abusos-de las personas más capaces é instruidas de su pueblo. Constituida como estaba, prestaba las mejores garantías, para la satisfacción de algunas de las más urgentes necesidades de toda sociedad, como son, la administración de justicia y la enseñanza moral. Cuando los pueblos empezaron á dar los primeros pasos por la senda de la civilización, el sacerdote era el que más autoridad tenía, para corregir los desmanes, castigar á los culpables y en general dar á cada uno lo suyo, conforme á los más esenciales preceptos de la equidad. De esta suerte, las primeras formas de gobierno, tuvieron un carácter esencialmente teocrático.

Ese sistema de gobierno tuvo que subsistir, mientras los pueblos permanecieron en la ignorancia, pero con el trascurso del tiempo empezaron los hombres á estudiar la naturaleza, descubriendo el misterio del origen de tales ó cuales fenómenos y las leyes que los gobiernan; lo cual trajo consigo, que la esfera de lo cognocible, se fuera ensanchando á expensas de lo incognocible, reduciendo así el campo de acción y la au

toridad de los sacerdotes. Estos á su vez, nunca han dejado de luchar, antes que permitir que se coarte su poder político, siendo esta la causa de tantas contiendas civiles de que nos habla la historia. En los países, en donde se ha inclinado el triunfo hacia el espíritu científico, especialmente en los paí ses de Europa, el progreso ha quedado asegurado; mientras que en otros países, en que ha prevalecido el espíritu teocrático, el progreso no ha podido pasar de ciertos límites. De esto nos dan testimonio especialmente los pueblos que profesan el mahometanismo, en donde la autoridad sacerdotal se hace extensiva á todos los ramos de la administración pública, matando toda iniciativa individual.

El pueblo griego fué el primero en la historia, que organizó la sociedad y fundó el Estado bajo la influencia predominante del espíritu de racionalismo, teniendo principalmente en vista los intereses mundanos. Las leyes fueron perdiendo el carácter de manifestación de la voluntad divina, que las condenaba á la inmutabilidad, y de esta suerte se abrió un amplio camino al progreso. Sin esa emancipación de la inteligencia, fuera imposible que la historia de aquella época nos hubiera dado á conocer tales nombres como los de Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Fidias, Sófocles, Demóstenes y tantos hombres ilustres, que han sido la admiración de las sucesivas generaciones y que echaron las bases de las ciencias, artes y filosofía modernas.

Las instituciones políticas y religiosas de los antiguos pueblos itálicos, contándose entre ellos los latinos fundadores de Roma, tenían una marcada semejanza con las de los griegos, siendo difícil de averiguar cuánto se debía de esa semejanza á la comunidad de origen, y cuánto había sido trasmitido por las leyes de imitación, á las cuales atribuye una importancia transcendental el célebre sociólogo Tarde. Los antiguos anales de la Roma monárquica, nos hablan ya de conflictos entre el Rey Tulio Hostilio y los sacerdotes, y de la introducción del elemento plebeyo en la política de la ciudad por el Rey Servio Tulio, para hacer contrapeso al poder de los patricios. La destrucción de la monarquía, fué llevada á efecto á instiga

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