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tonces comenzó á sufrir, callada y quieta, con la triste resignación de la impotencia, sin protestas inútiles ni movimientos de ira, todas las injusticias posibles, aun las más intolerables, de igual modo que el portentoso Rey mexica Cuauthémoc había dejado, impasible, que sus vencedores le tostaran lentamente los pies y las manos. Tan inerte actitud, prolongada durante numerosos lustros, acabó por cristalizar las almas de los indígenas, tan sorprendentemente pujantes en su gentilidad, y las cuales nosotros no hemos sabido fundir aún para modelarlas de nuevo y restituirlas á la vida plenamente social. De aquí que esa misma inmensa mayoría de compatriotas nuestros continúe insensible en absoluto al empuje cada vez más vigoroso del progreso universal. Así continuará indefectiblemente hasta que la educación pública, única creadora de los ideales que dan á las razas existencia efectiva, cohesión, desarrollo y poder, llegue á decirle, piadosa y resuelta: «levántate y anda.»>

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Los documentos que forman el presente tomo, además de enseñarnos los factores principales que determinaron la triste condición estacionaria de los indígenas, nos descubren la solicitud (por desgracia no siempre eficaz ni sostenida) que la Monarquía tuvo para ellos; el celo con que ésta defendía todas las prerrogativas de su patronato, hasta el punto de oponerse resueltamente á que se cumplieran aquí las bulas de Su Santidad no vistas antes por el Real Consejo; el mal comportamiento de los eclesiásticos en general, y su desmedida avaricia, que hacía que los prelados se apoderaran indebidamente de los bienes de los clérigos que morían intestados, «en perjuicio de sus herederos,» y que los religiosos dispusieran con escándalo, como

de cosas propias, de los ornamentos y demás objetos del culto divino, comprados con dinero de los indios; la falta de armonía entre los prelados y los clérigos y las Ordenes Religiosas, y entre estas mismas, pues la de San Agustín, por ejemplo, se propuso echar «á lanzadas,» de una iglesia de Ocuituco, á la de San Francisco, aun cuando no lo quisiera el señor Obispo de México; las medidas de Reforma que desde entonces se hicieron necesarias para que los prelados mantuvieran buena amistad y correspondencia con todas las autoridades ó personas á cuyo cargo estaba el gobierno civil, y para que los religiosos no se ensancharan ni alargaran más, por compras, mandas, capellanías, ni en otra manera alguna, porque de la tierra tenían ya «la mayor é mejor parte comprada é habida,» con notorio daño y perjuicio de sus moradores, en especial de los indígenas; y otros hechos análogos de no menor importancia para la historia patria.

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Aunque la conducta general de los eclesiásticos de la Nueva España fué poco satisfactoria, hubo algunos irreprochables que con abnegación sublime se consagraron por entero á procurar el bien de los indios. Después del excelso prelado don Fray Bartolomé de las Casas, incomparable benefactor universal de los indígenas de América, quizá debamos mencionar al Ilmo. Sr. don Fray Julián Garcés, nombrado Obispo de Yucatán desde 1519, aunque no vino acá sino hasta 1527, á los 74 años de edad, y del cual es la carta dirigida á Paulo III, que publicamos aquí, y que constituye la más bella, razonada y sentida defensa de cuantas se escribieron por aquellos tiempos en favor de los indios, á quienes hombres vulgares y de le

tras, profundos teólogos é insignes prelados, negaban de manera casi unánime, no sólo el derecho de ser libres, sino aun el de llamarse criaturas racionales; no pocos les comparaban á las bestias feroces, y les atribuían todos los delitos y pseudo-delitos imaginables, inclusive el de carecer de barbas, y que si algunas les nacían, se las pelaban. Ya el inmaculado Sr. Las Casas había dejado oir su respetadísima voz en favor de los indios; pero á pesar de sus copiosos razonamientos incontestables, se continuaba dudando de que los indígenas tuvieran alguna tintura de razón, y fuesen capaces de recibir la fe de Cristo; lo que motivó, como dice el mismo Paulo III, que se les pusiera en tan dura esclavitud y se les apremiara y martirizara tanto, «que aun la servidumbre en que (los castellanos) tienen á sus bestias, no es tan grande como la con que afligen á esta gente.» El propio Monarca español reconocía que los trataban «peor que á los esclavos.» Fué entonces cuando el Sr. Garcés, sin arredrarse ante la ira altanera de las turbas, ni temer el reconcentrado enojo de los poderosos, sino obedeciendo sólo á sus acendradísimos sentimientos de justicia y de caridad infinitas, tomó sobre sí heroicamente la colosal tarea de dar carta de humanización á los indígenas, á fin de que fueran reconocidos como semejantes á los demás hombres, y se les concedieran iguales derechos que á éstos; para conseguirlo, recurrió al mejor medio que se podía emplear en la época, y fué inducir á Su Santidad á que así lo declarase con su palabra infalible. El Sr. Garcés contaba á la sazón ochenta y cinco años de edad; pero su caridad era tanta, que le inspiró palabras rebosantes en elocuencia fogosa: desafiando á la común opinión universal, sostuvo, con la ingenua sinceridad de las almas santas, que los ni

ños indígenas aventajaban á los españoles «en el vigor de espíritu y en más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos;» que consiguientemente, no sólo tenían perfecta capacidad para recibir la fe católica, sino que aprendían más presto que los españoles las verdades cristianas, y escribían mejor que ellos «<en latín y en romance;» fuera de lo cual, eran más sencillos que los castellanos, y también más sosegados, templados, disciplinados, comedidos, afables y generosos; que por lo que miraba á la crueldad é idolatría de sus antepasados, había que tener presente que no fueron mejores nuestros padres, (son las mismas palabras del Sr. Garcés), de quien traemos origen, hasta que el Apóstol Santiago les predicó y los atrajo al culto de la fe, haciéndolos de malísimos, bonísimos:» ¿quién puede dudar, pues, que «andando años, han de ser muchos destos indios muy Santos y resplandecientes en toda virtud?» Aconsejaba á Su Santidad que imitase á Jesucristo, que persuadió con tan grande instancia á Santo Tomás y á San Bartolomé para que predicasen á los indios del viejo mundo, y concluía por manifestar que si los indios de la Nueva España venían á menos, «toda la culpa» sería de Su Santidad; palabras nunca oídas en aquellos tiempos, en que se hablaba al Papa con la misma veneración que á un dios. Y Su Santidad creyó al venerable anciano que se expresaba así con tan limpio y amoroso corazón, y no vaciló en dirigir á todos los fieles del orbe católico la bendita bula «Veritas ipsa,» impresa aquí, que vino á salvar del exterminio completo á millones y millones de seres humanos, cuyas únicas culpas eran la de haber sido descubiertos por hombres de diverso continente y la de poseer extensas tierras, benignas y ricas.

¿Cuándo levantará México un monumento á sus

mayores benefactores, los prelados Las Casas y Garcés?

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De los ciento trece documentos que contiene este tomo, ochenta y siete están tomados del libro primero del real cedulario autógrafo perteneciente al Arzobispado de México, que se conserva hoy en la Biblioteca «Lafragua» del Colegio del Estado de Puebla, y donde, previa la autorización correspondiente, los copió para mí el entendido paleógrafo D. Francisco Flores, bajo la inteligente dirección de mi fino amigo el Sr. Lic. D. Emilio J. Ordóñez; hizo la copia el Sr. Flores con tal escrupulosidad, que cuando encontraba, en alguna cédula, palabras que á su juicio eran de dudosa traducción paleográfica, como por ejemplo, las siguientes:

Зио савссемена ево садотва

Тако не типо же шеса

cuidaba de remitirme facsímiles de ellas para que yo pudiera rectificar ó ratificar su traducción. De los documentos restantes, el número XCIV fué copiado del libro XIII de Actas de Cabildo de la Nobilísima Ciudad de México; los números CXII y CXIII, escritos originalmente en latín, de las traducciones hechas y publicadas en 1596 por Fr. Agustín Dávila Padilla,1 natural de México y electo

1 Decía este culto cronista refiriéndose al documento número CXII, ó sea la carta escrita por el Sr. Garcés à Paulo III: «tiene mucha gracia y erudición en su lenguaje latino, con la gravedad que le es muy propia; mayormente en las citaciones de poetas, que salen de su ser, cuando salen de sus palabras. Por hacer fielmente el oficio de traductor, dejé á la letra lo que, si fuera conforme à sola la castellana, tuviera en partes más estilo.>>>

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