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El héroe se rejuvenece, no le importa á qué precio, y va en busca de aquel imán que de nuevo lo atrae á la vida, á la feria de Witemberg, en la cual la música de Gounod juguetea, se alborota, charla y ríe al par de los animados corrillos de la Kermesse: la cháchara destemplada de las viejas contrasta con el fresco cantar de las jóvenes; los soldados y los estudiantes se miran de reojo, se encelan y acaban por reñir, mientras se hace admirar el coro de viejos socarrones, con sus voces cascadas y temblorosas, como una perfecta y verdadera onomatopeya musical; de esa armoniosa batahola se desprende un vals adorable, de un ritmo delicioso, que se asemeja á una ronda de hadas girando en graciosas evoluciones en derredor del lago de aguas azules. Las estridentes coplas de Mefistófeles, su disputa con Valentín, sus humos de mago burlón, dan causa á aquel exorcismo que participa á la vez del salmo sagrado y del canto guerrero, y que obliga al mal espíritu á quedar en esa actitud en que los antiguos pintores le vieron arrastrándose y rugiendo con impotente rabia bajo la sandalia del Arcángel. Envuelta en los pliegues de su traje blanco, con la vista púdicamente baja, suelta al aire la dorada trenza, con el devocionario entre las manos y contra el pecho, cuya candorosa paz nada perturba, como flotando en las perfumadas nubes del incienso del santuario, se presenta, saliendo del templo, Margarita, y Fausto suspira á su oído la más tierna, la más dulce, la más ideal de las declaraciones, infiltrada en las más vulgares palabras de un impertinente ofrecimiento, y la paloma huye, pero herida debajo de las alas. Toda la música del tercer acto es una delicia, mezcla de éxtasis amoroso y de pasión ardiente: un ángel podría cantar el aria de Fausto al acercarse respetuoso á la virginal morada de Margarita, que blandamente exhala de sus labios la inconsciente confesión de cómo Fausto ha penetrado en su alma: en vano procura divagarse con la melancólica balada que suspira al dar vueltas á su torno; su corazón necesita explayarse, aletear como ave que se ensaya para dejar el nido, y por eso el aria de las joyas despide notas centellantes como las preciosas piedras que deslumbran á la inocente niña.

Después, el infierno y el egoísmo completan la obra de la inexperiencia, poniendo en manos de Fausto á Margarita, y sigue ese dúo encantador en que el enajenamiento de dos almas, presa de una embriaguez amorosa, inefable, ideal, que en los labios de Fausto es respetuosa como una súplica y en los de Margarita es pura como una oración, completa la maquinación de un genio rencoroso, del que se hace cómplice una noche perfumada y tibia, argentada por la luna llena, que arranca á las flores penetrantes aromas que se confunden con el hálito de los sentidos y las emanaciones de la pasión.

La pudorosa virgen siente que va á sucumbir, y antes de que le falten las fuerzas, ruega á Fausto que se aleje, que la salve, y Faus

to cede, porque respeta lo mismo que idolatra; pero el travieso espíritu conoce á la mujer, sabe que ésta nunca es tan elocuente como á solas, consigo misma, y detiene á Fausto para que sorprenda esas intimidades de la conmovida doncella, que, abriendo su ventana, porque necesita aire y extensión donde respirar, involuntariamente llama al amado de su alma, en un himno celestial que podría llamarse el Cántico de los cánticos de la partitura, y Fausto se encuentra en sus brazos, sin que ni él ni ella se den cuenta de cómo ha podido suceder esa fatalidad; sin que ni él ni ella puedan oir la satánica carcajada de Mefistófeles.

El acto que sigue no es menos grandioso: el himno heroico que entona el coro de soldados empuñando marcialmente sus espadas de dos manos; cargando al hombro desigual el pesado arcabuz; apoyándose, erguidas las frentes, en sus titánicas lanzas, es arrogante, intrépido, valiente, como que en él se celebra el regreso victorioso; luego se ablanda con el recuerdo de la amada, la hermana, la madre cariñosas, y hay ternura y caricias en su viril armonía: pero pronto se endereza el canto más fiero y más bélico que antes, y al eco del clarín sonoro, el ejército hace triunfalmente su entrada en la ciudad natal. La impía serenata que canta Mefistófeles, raspando la áspera bandola con su garra de ave de rapiña, es uno de los trozos más originales que existen en música, y la triple carcajada con que termina en tres notas en octava, hace erizar los cabellos y da calosfríos. El terrible terceto del desafío es superior á todo encomio, y sublimemente trágica la escena de la muerte de Valentín, magistralmente traducida por Gounod: el soldado moribundo reniega de su hermana en tono fatídico; el pueblo aterrorizado le exhorta al perdón en una frase corta, parecida á un salmo; pero nada consigue y Valentín expira después de haber lanzado al rostro de la desventurada estas terribles palabras: "Aun cuando Dios llegue á perdonarte, no por eso dejarás de ser una mujer maldita sobre la tierra: ¡Margarita, maldita seas!" En la escena de la Catedral, Margarita arrodillada al pie de los pilares góticos, es atormentada por el remordimiento, cuya voz lleva Mefistófeles: el compositor ha vivificado esta situación con sorprendente vigor y penetrante verdad; los clamores de desesperación de la víctima igualan á las terribles blasfemias del verdugo que desgarra su presa con feroz deleite. El terceto final, en que el amor, la demencia y la muerte empeñan terrible lucha en sombrío y húmedo calabozo, es una de las más bellas páginas de esa partitura, que tantas tiene. Margarita, en un último arranque de entusiasmo sobrenatural, y de febril excitación, canta una melodía llena de alucinaciones, de delirante y ardiente desvarío; la repite en tres tonos diferentes, que imitan el triple transporte con que su alma acongojada se remonta al cielo en el paroxismo de una exaltación que va á perderse en

el eco dulcísimo de las voces angélicas que ofrecen en la gloria el consuelo á quien sin él ha morado en la tierra.

En cuanto al desempeño de esa obra por Tamberlick, poco diremos, pues su fama universal aun se mantiene viva á pesar de la muerte y de los años: en el papel de Fausto fué lo que siempre había sido, cantante incomparable y actor eminente: en México, como en todas partes, obtuvo la admiración unánime del público entusiasmado; su inspiración, su conciencia, su acento, su estilo magistral, estuvieron á la altura de esa obra sublime, que realmente se oyó entonces en México por primera vez. Gassier había creado el papel de Mefistófeles, en Londres, Madrid y San Petersburgo; había estudiado con atención á Goethe y seguido fielmente las indicaciones del libreto: la cabeza puntiaguda, las cejas oblicuas, los bigotes retorcidos, los ojos chispeantes de ironía, la sonrisa sardónica en que se unían la malicia del fauno y la crueldad del vampiro, eran la imagen exacta del genio perverso soñado por el poeta: llevaba el concienzudo artista con insolente elegancia su traje de gentil hombre infernal; su casaquilla parecía cortada en una brasa ardiente; una diminuta capa veneciana pendía con negligencia de sus hombros; dos plumas de gallo, rojas como la sangre, se agitaban por encima de su toca negra. Nadie, absolutamente nadie había hecho en el mundo un Mefistófeles como el suyo. El barítono Mari caracterizó muy bien la enérgica figura de Valentín: acentuỏ vigorosamente con su hermosa y vibrante voz todas sus escenas y en principal lugar la de su muerte, y fué muy justamente aplaudido y llamado al proscenio. La Peralta fué, como siempre, la grande y maravillosa artista, á pesar de que el papel de Margarita era para ella demasiado bajo, hablando musicalmente, y demasiado alto como género dramático. La Natali cantó con su gracia acostumbrada las preciosas estrofas de Siebel, en que Gounod hizo el milagro de repetir diez y seis veces, sin cansar al espectador, la frase en que están escritas las palabras Le parlate d'amor. Esa artista llena de distinción como dama y como cantatriz, fué encantadora con su ingenuidad, su ternura y su timidez de adolescente.

Prosigamos en breve resumen mi revista de aquella temporada lírica, cuya Empresa todavía abrió un abono de cuatro funciones, entre las cuales figuró Ione de Petrella. El lunes 28 de Agosto dió su beneficio Enrique Tamberlick con el segundo acto de Poliuto, el tercero del Profeta y el cuarto de Hugonotes. En uno de los intermedios cantó de admirable modo el Ave Maria de Gounod.

El teatro estuvo completamente lleno, y el saludo que al artista se hizo al presentarse, duró más de diez minutos, causándole una vivísima conmoción que con dificultad pudo sofocar. Entre los valiosos obsequios que recibió, figuraron una espléndida corona de filigrana de plata que le ofreció la Sociedad Filarmónica, otra de laurel de oro

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macizo, obsequio de los abonados, y un precioso jarrón de filigrana de plata, con tantas medallas de oro cuantas óperas había cantado en México el gran artista, presente de admiración de la Sra. Da Concepción Lizardi de Valle. A la vez le fueron arrojados más de diez y seis mil ejemplares de distintas poesías firmadas por Alfredo Bablot, Enrique de Olavarría, José M. Vigil, Julián Montiel, José Negrete, Justo Sierra, Miguel Hernández, García de la Huerta, Francisco Sosa, Manuel Ituarte, Gustavo Baz, Santiago Sierra, Amilcare Roncari y José T. de Cuéllar. "Esa espléndida función, dijo El Siglo, no tiene antecedente en México y dejará gratísimos recuerdos en la memoria de cuantos tuvieron la fortuna de asistir á ella."

Durante su estancia en México, y á despecho de los malquerientes que con supina torpeza le atacaron, Tamberlick recibió innumerables demostraciones de aprecio de la mejor sociedad, y muchos somos los que aun recordamos la espléndida fiesta que en su palacio de Santa Clara le ofreció D. Juan José Baz, con asistencia de D. Benito Juárez, Presidente de la República, y D. Ignacio Mariscal, Ministro de Relaciones: esa fiesta se dió en la noche del 5 de Junio, y el gran tenor, cuyas prendas personales igualaban á su mérito de artista, dejó á todos los concurrentes prendados con su carácter amable y simpático, con su atractiva modestia y con su conversación instructiva y amena. La recepción y tertulia duraron hasta después de las tres de la madrugada, terminando con lucidísimo baile.

En 3 de Setiembre dió Maffei su beneficio con Crispino e la Comare, y el 6 del mismo se verificó el de Angela Peralta de Castera con El Barbero de Sevilla y el aria de la Sombra de Dinorah. Como obsequio de la beneficiada, doscientos individuos de varias bandas militares ejecutaron sobre el escenario y dirigidos por Ríos una estruendosa galopa.

La última función notable se verificó en la noche del 13 del repetido Setiembre, á beneficio del Maestro Moderatti, bajo el siguiente programa: Sinfonía y acto tercero de la ópera en cuatro actos de Cayetano Moderatti, Il cabalieri di Marillac; Obertura de Oberon de Weber; primero y segundo actos de Marta; obertura de la ópera de Mehul, La casa del joven Enrique; episodio musical sobre la historia de la Conquista de México, en un acto y dos cuadros, compuesto por Aniceto Ortega é intitulado Guatimotzin: en él se estrenó una decoración pintada por Fontana.

Fué esta función la última de aquella lucida temporada, que se prolongó casi cuatro meses y medio, no obstante lo cual la empresa se quejaba de haber perdido el dinero, diciendo, con asombrosa vanidad, en uno de sus prospectos, lo siguiente: "Sin poder alcanzar auxilio alguno del Gobierno y contando sólo con sus propios recursos, la Empresa se lanzó en la trabajosa, arriesgada y escabrosa especula

ción de traer á esta ciudad una Compañía de Opera Italiana, y una vez en Europa el socio gerente de ella, olvidó que se trataba de una especulación y cometió una gran falta contratando artistas de primer orden y cuyo excesivo presupuesto era imposible cubrirlo en esta Capital. Este error la obligó á festinar las funciones, á poner en cada semana un número mayor del acostumbrado, á dar, contra su voluntad, repeticiones, y á presentar algunas óperas sin el número de ensayos que necesitaban, todo por cubrir el presupuesto y sin poder alcanzarlo. Su falta, lo repito, es la de haber traído á México una Compañía cuyo sostenimiento cuesta mil pesos diarios. Esto explica las grandes pérdidas que ha sufrido y que no deben continuar, por lo cual anuncia su último abono." La prensa de la Capital condenó tanta soberbia é insolencia de una empresa, que, con excepción de aquellos artistas á quienes con frecuencia hemos elogiado, quiso hacer pasar por cantantes notables á económicas medianías.

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Mientras la Opera consumaba su brillante campaña lírica en el Gran Teatro, la zarzuela de Moreno en el Principal se veía favorecida por numerosos concurrentes, cuyo buen humor, excitado por la burlesca música de Offembach y las extra limitaciones del can-cán, llegó al súmmum de la impertinencia y aun tocó en los límites de la grosería. Y como no faltan apreciabilísimos lectores que alguna vez háyanme tachado de demasiado duro en tal cual apreciación de hechos conocidos y comprobados, traigo ahora en apoyo de mi calificativo de aquel público, el siguiente párrafo del sesudo Siglo Diez y Nueve, correspondiente al mes de Junio de 1871, y dice:

"Escándalos de teatro.-Los está habiendo con frecuencia en las "representaciones del Principal, donde ha sufrido la Compañía varias "modificaciones. Concurren á dicho local algunos de esos jóvenes "conocidos con el nombre de calaveras ó tormentistas, que sin mira"miento alguno para el público, molestan á los espectadores con sus "groserías, chiflidos y palabras soeces, propias de la mala educación "de los que las profieren. En tan ruines manejos entra la mira, se"gún se nos ha dicho, de perjudicar á la Empresa por satisfacer mi"serables pasiones, excitadas porque alguno de esos caballeros ha

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