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Registrando cuotidianamente viejos archivos manuscritos por espacio de algunos años, me he formado la convicción de que una gran parte de los cargos que se hacen al período colonial, no tienen un fundamento sólido; algunos, ni siquiera verídico. En cuanto al resto, que tiren contra él su primera piedra los que crean que hoy se vive sin escándalos, sin crímenes, sin tradiciones increibles, sin milagros sorprendentes, sin ignorancia, sin atraso, sin preocupaciones.

He deseado poner una introducción á este trabajo porque él lo necesita. No quiero arrostrar la opinión sin decir previamente, que no abrigo la pretensión de escribir una obra.

En mi diaria tarea de arreglar y descifrar manuscritos antiguos he tomado las notas que he agrupado aquí, con el propósito de completarlas más tarde y unirlas á otras que conservo de épocas anteriores, para formar un libro de noticias sobre los antiguos colegios de Chile. Las que hasta ahora poseo me permiten decir algo sobre la instrucción primaria en un período, en que por muchas personas se sostiene que no existían escuelas públicas de primeras letras, y aprovecho esta oportunidad, deseando sinceramente que estos apuntes puedan servir á una pluma mejor preparada, para un trabajo más completo.

CALIFORNIA

CAPÍTULO I

RÉGIMEN DE LAS ESCUELAS COLONIALES

SUMARIO. I Las aulas; su número y categorías.-II El Maestro, respeto que le tenían sus alumnos, su sueldo y sus prerogativas.-III Cargos escolares; el Emperador, el General, los Capitanes, los Pasantes, el Alférez y el Fiscal.—IV Otros cargos; los Libreros, los Escoleros, el Sacristán, los Veedores, el Bedel, el Crueiferanio y los Porteros. V Los alumnos; sus clases sociales, guerrillas entre los colegiales.—VI Las Bandas; Cartago y Romá; Santiago y San Casiano.-VII Castigos; el Guante y la Palmeta; los azotes y el encierro.-VIII Los Parcos; su objeto y calidades.-IX Los Remates; Mercolinas y Sabatinas.-X Régimen de las escuelas. Días festivos y sus especialidades.

I

Mucho se ha aseverado por eruditos historiadores, no sólo la escasez de escuelas; sino aún, la carencia absoluta de ellas en el período colonial, y la ninguna protección dispensada á la enseñanza por la administración española.

Sin carecer por completo de fundamento, esta aseveración no es exacta en todas sus partes. Existen numerosas cédulas de los monarcas españoles ordenando la fundación en los pueblos de Indias de escuelas de instrución primaria gratuíta, y hay constancia fehaciente de que los presidentes del reino de Chile, tenían una atención preferente para con la instrucción elemental de los niños de españoles pobres ó de indígenas.

No se habla aquí de los colegios en que se enseñaban ramos superiores, sino de las aulas públicas, de esas escuelas primarias en que los muchachos pobres aprendían á leer, escribir, contar y la doctrina cristiana.

En Chile, los cabildos de todas las ciudades tenían fondos destinados para el sostenimiento de estas escuelas, desde mediados del siglo XVIII y en las ciudades que se fundaron en ese tiempo, en casi todas ellas, separábase local para erección de una y se des

tinaba, de las entradas del cabildo, alguna suma para pagar al maestro de la escuela.

En las villas de muy escasos recursos dotábase al maestro con unodos de los establecimientos que pagaban alguna contribu ción al cabildo, para que con ellas subsistiese. Como puede suponerse esta renta era muy diversa, según fuese más o menos la cantidad que mensualmente constituía las ganancias de la casa afecta al pago y de la cual se sacaba un tanto por ciento para el

maestro.

En la villa de Rancagua, por ejemplo, se pagaba al preceptor de la escuela con el producto de dos canchas de bolas y con un medio real diario con que debían contribuirle dos carniceros de la espresada villa.

De acuerdo con este método de rentar á los maestros la enseñanza en las ciudades de provincia adolecía de los defectos con siguientes al atrazo de la época y á la poca contracción de los maestros. Nacía esta de los hábitos poco activos de la raza española y de las necesidades diarias de la vida que, no pudiendo ser satisfechas con un escaso sueldo, obligaban á las gentes á procurarse otros recursos, descuidando sus obligaciones rentadas.

Los preceptores de las aulas públicas de Santiago, los mejor asalariados del reino, ganaban al año un sueldo de doscientos cincuenta pesos. Por gracia especial del presidente Muñoz de Guz. mán, obtubo uno de ellos en 1804 un aumento de otros cincuenta pesos anuales.

Á esta escasez de sueldos, uníase la prohibición impuesta á los maestros de cobrar ó recibir estipendio alguno á los alumnos que no fueran pudientes, por ningún motivo; y ya podrá calcularse que entonces todos ó la mayor parte querrían pasar por pobres. Á los hijos de familias ricas se podía cobrar y se cobraba.... cuatro reales al mes por ca la alumno!

No en todas las escuelas se hacía la misma enseñanza. Estaban estas divididas en cuatro categorías: de Mínimos, de Menores, de Mayores y de Latinidad.

Á las aulas de mínimos y menores concurrían los alumnos que entraban con el objeto de aprender á leer, escribir y rezar. Éstas eran en mayor número y más concurridas que las otras; habiendo también algunas de ellas en que se hacían estudios más avanzados.

Concluído este aprendizage, pasaban los alumnos á las de Mayores, en las que ya estudiaban la gramática, principios de aritmética, el catecismo y la escritura conjuntamente con los preceptos de ortografía, es decir al dictado.

Las escuelas de Latinidad, eran para estudios superiores y constituían una enseñanza especial frecuentada por unos pocos que preferían instruirse allí á hacer este mismo aprendizage en otros colegios. En Santiago no había, en 1803, sino una escuela de latinidad; y en las provincias, en algunas, el preceptor hacía un curso separado de latín, para los que quisieren incorporarse en él.

II

Las escuelas estaban á cargo de un Maestro, quien ejercía su vigilancia sobre los alumnos, no sólo dentro; sino también fucra de ellas.

Con algunas excepciones, este cargo era ejercido por sacerdotes seculares, (por los curas en sus parroquias) 6 por padres de alguna de las Ordenes religiosas que había en el país.

Para ejercer este cargo, al que iban anexas algunas prerrogativas de respeto y superioridad, necesitaban un título especial, expedido, casi siempre, por el Capitán General del Reino, previo un examen de competencia y á propuesta del cabildo respectivo.

La supervigilancia de éstos era ejercida por un Director General de Escuelas, cargo honcrífico, desempeñado regularmente por algún catedrático ó por el rector de la Universidad de San Felipe.

El respeto de los jóvenes por su maestro era tan grande, que sólo podría compararse al que tenían por sus padres. Al encontrarles en la calle, el alumno se bajaba respetuosamente de la accra, con el sombrero en la mano y le decía al pasar: «Dios guarde á su merced.» Aparte de los medios compulsivos al respeto de que disponían los preceptores, éste se basaba en que el cargo no era conferido sino á sujetos de virtud y conducta irreprochables y cuya suficiencia fuera garantía de buena educación y saber.

Para optar al título de maestro, las personas que no fueran no

toriamente conocidas debían rendir una información de vida y costumbres, á la que iba anexa otra de su calidad y nobleza y de la firmeza de sus convicciones cristianas, requisitos de que se dispensaba sólo á los miembros del clero.

El maestro tenía su asiento en la testera de la sala en que se hacían las clases; en algunas, bajo un docel y colocando á su lado, á derecha é izquierda, á dos funcionarios de que se hablará más adelante: el Emperador y el General. Desde allí vigilaba á los colegiales durante su estudio y á cierta hora les tomaba la lección.

Aunque á algunos maestros, entre éstos á los de las aulas de Santiago, se daba por el cabildo una pequeña subvención anual para proveer á los alumnos pobres de los útiles necesarios para la enseñanza; en la generalidad de los casos estos gastos eran también de la pensión del preceptor, ya porque la suma que recibían (ordinariamente, veinte pesos anuales) no les bastase para ello, ó porque lo hicieran animados de su natural filantropía. Así por ejemplo, en 1793, el cabildo de Santiago mandó pagar á Don Francisco Javier de Muñoz, preceptor de la escuela de la «Purísima Concepción», la suma de cuatrocientos setenta y cinco pesos por mejoras que había costeado de su peculio, quince años antes en la espresada escuela. En el juicio que siguió el mismo Muñoz para este cobro, declaran varios de sus ex-alumnos, diciendo que á todos los pobres, y algunos pudientes les daba generosamsnte cartillas, catones y otros libros.

Estos gastos indirectos disminuían también en gran parte la renta de los maestros y hacían que su condición no fuese muy holgada.

III

Ya con el objeto de estimular á los colegiales, ya para descansar un tanto de las múltiples obligaciones que ejercían en la escuela; solían los maestros conferir á sus alumnos algunos cargos, ya honoríficos, ya necesarios y de bastante labor, que distribuían los preceptores según los méritos de los muchachos.

No en todas las escuelas había los mismos puestos ni se seguía el mismo régimen; pero en todas ellas, nombrábanse tres ó cuatro de los alumnos, ya para vigilar á los demás ó para tomar las lecciones á los más atrasados en cada curso.

Estos cargos otorgados con cierta prudencia y discreción y pro

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